Habíamos quedado, de acuerdo con Kipling
y con Borges, que el éxito y el fracaso son dos impostores que pueden
engañarnos como los trileros engañan a los guiris.
El catálogo de éxitos, y en consecuencia
de fracasos, es tan amplio como el número de personas. Quiero decir que el que
más o el que menos juega con su propio escalafón de ases en esa baraja. Yo no
voy a relatar aquí cuáles son las cartas que
me gustaría tener, pero me vienen a la memoria algunas situaciones en
las que el éxito juega limpio, sin trucos de prestidigitador o farsante.
Por ejemplo. En ‘Dublineses’, de James
Joyce, un personaje narra lo que para los melómanos de la época resultaba
memorable, y es que en alguna ocasión, los aficionados, en su entusiasmo,
desenganchaban los caballos del carruaje «de una gran ‘prima donna’ para tirar
ellos del coche por las calles hasta el hotel».
La escena imagino que es similar a ese
sueño de gloria tan recurrente entre los niños y los jóvenes: vestir la
camiseta del equipo de sus amores, salir al campo, regatear a media docena de
contrarios y marcar el gol decisivo entre el fervor del estadio.
Ocurre que el triunfo no puede ser fruto
de la ensoñación o del mero azar, sino del esfuerzo. Y en este punto coincido
con la apuesta planteada por Rodríguez Ibarra en Cáceres, en su discurso del
Día de Extremadura, cuando reclamó un empeño entusiasta por la capitalidad
cultural europea para Cáceres en el 2016, pero desde una posición moral que no
sólo abogue por el triunfo («para llevarnos el santo y la limosna», resumió)
sino a través del compromiso y la exigencia con nosotros mismos y los valores
de una sociedad solidaria.
De otra forma: yo creo que no vale ganar
a cualquier precio. Albert Camus lo dijo con más precisión: «El éxito es fácil
de obtener. Lo difícil es merecerlo».
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