No a aquellos días de ediciones de libros populares, sino a esos otros de «la letra con sangre entra», cuando los maestros probaban la elasticidad de la palmeta o de la vara de olivo sobre la mano extendida de ese niño que no supo recitar de carrerilla las conjunciones adversativas o los principales cabos y golfos de la costa de España. Práctica pedagógica con una tradición que se remonta muchos siglos más allá que el Dómine Cabra, y diría que muy habitual hasta anteayer, cuando los maestros te arreaban un soplamocos y tú procurabas que no se enteraran en casa porque tu padre no iba a acudir al juzgado para denunciar el maltrato sino que posiblemente confirmara el buen proceder del docente arreándote otro capón «para que aprendas y te apliques», que es la fórmula que solían utilizar los progenitores a la hora de poner el punto final a estos conflictos, convencidos a pie juntillas de que la letra con sangre entra. Gracias a quien corresponda han cambiado los tiempos: en vez de palmetazos, salvamanteles literarios.
Lo que me inquieta de la campaña son los daños colaterales. A ver si ahora en vez de dedicar la sobremesa a comentar el buen juego del Barça, la genialidad de Casillas o cómo se le fue la olla a Pepe con Casquero, nos vamos a encontrar con riadas de comensales convertidos en expertos de ‘El ojo crítico’, en acérrimos de Sánchez Dragó elucubrando sobre el sentido de la venganza en ‘El conde de Montecristo’ y la influencia romántica en Edgar Allan Poe. De ser así, la verdad, prefiero la palmeta.