Nada en esta vida es posible sin pasión. Pasión a la hora de crear, de emprender, de investigar, de aventurarse, de alimentar los sueños… Las leyes de la pasión no hacen distingos, son de aplicación universal. La pasión inspira al científico en pos de ese hallazgo que justificará su existencia igual que guía al adolescente enamorado hasta los huesos de esa joven sin la que cree que su existencia no tendría sentido. Sin pasión no habría nuevas obras de arte, ni nuevas ilusiones, ni nuevas perspectivas de futuro. Sin pasión, los hombres se convertirían en autómatas y la vida en puro vegetar o discurrir, igual que la órbita mecánica y previsible de un satélite alrededor de su planeta.
La manera en que ‘vivimos’ nuestras pasiones determina nuestra vida. Es verdad que no todas las pasiones son de la misma dimensión ni todos los hombres deciden inmolarse en ellas con el mismo ánimo. Tampoco todas las actividades humanas exigen idéntica cuota de apasionamiento. Yo creo que todas las profesiones consideradas vocacionales, y entre ellas por supuesto el periodismo, exigen una dosis considerable de pasión. Al menos si quien aspira a practicarlo no quiere incurrir en la molicie, la intrascendencia o la ‘burocrática’ mediocridad…
Una de las cosas que más me sorprende entre jóvenes estudiantes de Periodismo que he conocido en los últimos años es su incomprensible distanciamiento de los periódicos (y no me refiero solo a los diarios editados en papel). Esa falta de familiaridad, de cercanía, me parece un síntoma alarmante de falta de pasión, de nulo entusiasmo por la que deberían convertir en profesión de su vida. Si los apasionados son los primogénitos del mundo, como decía José Martí, estos atípicos estudiantes de Periodismo deben de ser los benjamines de una tribu en decadencia. Qué diferencia con las trayectorias de quienes sí han revalidado, en la práctica diaria, la pasión y el compromiso con el periodismo de verdad, con el día a día de una profesión donde no se puede conjugar el verbo vegetar. Ejemplo ilustrativo. Evocando a varios profesionales con quienes trabajó, Carmen Rengel, periodista freelance y corresponsal en Jerusalén de medios españoles, escribía en su blog: «En los años de facultad solía acumular en casa pilas de periódicos para recortarlos cada fin de semana. Todo lo que se hubiera publicado sobre Oriente Próximo, algo de Cultura, cualquier noticia que informara o reflexionara sobre el periodismo. Había de todos los tipos, colores y tendencias, los que compraba yo, los que traía mi padre, los que mangaba en la facultad, los que ya habían leído los compañeros…».
Esas pocas líneas bastan para retratar a una periodista que vive el oficio con pasión. Y que conste que no conozco personalmente a Carmen Rengel ni me une a ella más compromiso o lazo profesional que el de identificarme, como lector, con la aspiración por la obra bien hecha. Por el periodismo jamás concebido como rutina para salir del paso. Por la manera de vivir el día a día, desde la etapa estudiantil en la facultad, pensando en formarse, en familiarizarse con un oficio que es una pasión o no es nada.