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Vanitas vanitatis

Lo peor de la mala literatura es la vanidad, igual que la ganga es lo menos valioso en el filón del mineral. Hay autores a los que el brillo del oro les acompaña durante años, a veces durante dácadas, hasta que se acaba descubriendo que bajo aquel refulgir no había partículas de oro sino de purpurina. En lo relativo a veredictos culturales, el tiempo juega a los dados y su juicio, además, dista mucho de ser inexorable. Hace pocos meses el pintor y crítico Pancho Ortuño se preguntaba en su blog acerca de los dibujos que se conservan de Velázquez. «No se puede decir que existan dibujos de Velázquez», avanzaba. «Al menos los que he visto hasta ahora ni siquiera tengo claro que sean de su mano. ¿Dónde están los estudios del natural, los bocetos de composición y claroscuro, los cartones (así se llamaban) cuyos diseños pasarían al cuadro? No existen y no es plausible que los destruyera todos. Al menos hubieran quedado los que se encontraran en el taller tras su muerte». Al margen de las hipótesis ‘técnicas’ acerca de por qué no se conservan tales dibujos, a mí me interesa la cuestión desde el momento en que alguien se pregunta por el destino de una obra de arte. O mejor, por el paradero definitivo de lo que suponemos –y damos por hecho– que se trata de una obra de arte. En ese caso hablamos de unos dibujos pero podríamos aplicar la pregunta a unos poemas, a una novela, a una escultura, a una interpretación musical inaudita o al proyecto arquitectónico que nunca abandonó el estado del sueño para plasmarse sobre el papel… ¿En qué momento de la historia se les va a reconocer el mérito a sus autores? ¿Qué vanidad tendrán que sacudirse de encima quienes habitan, literalmente, en el olvido? Supongo que son tantas las creaciones humanas que se han perdido entre la arena de los días que es preciso vacunarse contra las vanidades cotidianas. Elegir la senda de la humildad. Siempre he sentido verdadera admiración por aquel poeta que escribía sus versos sobre la endeble superficie de un papelillo que luego utilizaba para liar sus cigarrillos… y fumárselos. Humo y poesía. Adiós vanidad. Para la gran antología de volutas memorables. Valor del bueno.
No por convertirse en humo aquellos poemas –como los dibujos de Velázquez, si es que existieron– dejan de ser mejores, y acaso únicos e insuperables. Recuerdo ahora la anécdota famosa que se atribuye a Jean Cocteau y a Dalí. Le preguntaron al poeta francés qué salvaría si se declarase un incendio en el Museo del Prado. Y él respondió: «Salvaría el fuego». Después le hicieron la misma pregunta a Salvador Dalí y contestó: «Yo salvaría el aire que hay dentro del cuadro de ‘Las Meninas’ de Velázquez».
El olvido es el reverso de la vanidad. Y cuando es deliberado y no fruto de una debilidad me parece asombroso. Quien lo acepta está advirtiendo de su desapego al dios de las vanaglorias. Aquel poeta que se fumaba sus versos sin darlos a la imprenta pertenece a la misma estirpe que el Franf Kafka que ordenó a su amigo Max Brod quemar todas sus cartas, diarios y manuscritos cuando presintió cercana la muerte. Más allá de la sinceridad de la petición, ese gesto me parece el retrato más puro que se puede legar a la posteridad.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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