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El mastranzo

Acostumbro a dar un largo paseo a primeras horas de la mañana. Una caminata que me ayuda a ordenar pensamientos y a reparar también en esos regalos de la naturaleza que tantas veces nos pasan inadvertidos, ya sean bandadas de aves cruzando el cielo en busca de bebederos, algunos humildes arriates de casas bajas o las alfombras de flores al pie de los árboles que anuncian el fin de la primavera y la llegada del calor.
Durante los paseos disfruto con el arrullo de las tórtolas, con las maniobras de las cigüeñas –a esas horas siempre mirando al levante– intentando colonizar los pinos y cedros más confortables para sus nidos… Me cruzo con otros paseantes camino del trabajo, con escolares soñolientos apesadumbrados por el peso de la mochila, con jóvenes parejas agarradas de la mano, con jubilados investidos de serenidad que repiten cada día, como un tic inevitable el movimiento del bastón sobre las rayas de la acera… La vida que no se detiene.
Al comenzar la caminata me asalta, acaso también como un tic, el recuerdo de los versos con los que Claudio Rodríguez arranca ‘Don de la ebriedad’: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias. / Así amanece el día; así la noche / cierra el gran aposento de sus sombras». Recuerdo esos versos no sólo porque se trata de las primeras horas del días sino porque Claudio Rodríguez los escribió cuando apenas era un adolescente de 18 años mientras paseaba por los campos de su Zamora natal. Así que todos los días me sorprendo recitando en silencio, nada más salir del portal de casa: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas…».
En ocasiones cambio la ruta y alargo o acorto el recorrido del paseo según el tiempo atmosférico, el estado de ánimo o las ganas de esforzarme y quemar calorías. Durante bastantes años mi único acompañamiento en los paseos fue una selección de música clásica en la que nunca faltaba ‘El Moldava’ de Smetana o algunas de esas piezas tan recomendadas en internet para leer o estudiar sin distracciones. En otras épocas he optado por la radio (informativos) o sencillamente por la compañía de los propios pensamientos y cavilaciones. A solas con uno mismo. Eso sí, atento a los dones de la naturaleza. Y al paisanaje.
Esta semana me ha ocurrido una cosa inusitada. Varios días seguidos me crucé, a la misma altura del itinerario además, con una persona en la que se percibían sombras de pesadumbre y una especie de contrariedad que me resultaban inquietantes y que, lógicamente, desconozco a qué se debían. Vestido con la sencillez de un campesino o del hombre habituado a pasarse las horas en la huerta, ayer le divisé más tarde que otros días y comprobé que avanzaba con un paso desenvuelto, muy distinto del de otras mañanas. Al llegar a mi altura y cruzarnos en la acera vislumbré el motivo de su júbilo: entre los dedos sostenía con mimo, cual joya valiosísima, una ramita de mastranzo. Su olor me transportó a la infancia.

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


junio 2015
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