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Don Donato y Tartarín

En mis años de estudiante en Trujillo nos daba clase de francés en el instituto un profesor, don Donato De la Horra, al que debo entre otras cosas el descubrimiento de esa obra maestra que es ‘Tartarín de Tarascón’, de Alphonse Daudet y algunas lecciones vitales a las que me referiré más adelante.
Don Donato era uno de aquellos profesores de estilo machadiano, de caminar pausado, fiel a sus bares y a un gabán marrón que en mi recuerdo forma parte de su indumentaria como si fuera otra más de sus señas de identidad. De natural bondadoso y tolerante, siempre me transmitió la impresión de un hombre que miraba la vida desde la atalaya de quien conoce el valor de la ironía y también del descreimiento.
Esta semana en que se ha convertido en noticia mundial la caza del león ‘Cecil’, enseguida han venido a mi memoria las andanzas de Tartarín de Tarascón y su caza del león en el Atlas. Pero antes que esos lances terribles de enfrentarse al peligro de la fiera que ruge, lo que he recordado son los descacharrantes episodios de la afición cinegética dominical de los tarasconeses, quienes dada la ausencia total de piezas de pelo o de pluma a las que disparar, formaban partidas con sus perros, sus morrales y sus escopetas para después quitarse la gorra cada uno, lanzarla al aire con todas sus fuerzas y disparar «al vuelo con perdigones del cinco, del seis o del dos, según se haya convenido». Y prosigue Daudet: «El que da más veces en su gorra queda proclamado rey de la caza, y por la tarde regresa en triunfo a Tarascón, con la gorra acribillada colgada del cañón de la escopeta, entre ladridos y charangas».
No me extraña que en algunas regiones españolas donde se ha esquilmado la caza los Tartarines de turno acaben imitando a los cazadores de Tarascón y desquitándose contra sus gorras o contra algún otro objeto volandero. Supongo que han desaparecido para siempre aquellos veranos legendarios en los que era posible que un solo cazador durante el rato de la siesta se colgara cuarenta o cincuenta o sesenta tórtolas comunes. Yo conocí aquellos días en las paredes de los Carrascos, muy cerca de Ibahernando, o entre Robledillo de Trujillo y Santa Ana, unos pasos de tórtolas privilegiados hasta los que llegaban incluso cazadores de Portugal cuyos cartuchos ingleses los niños buscábamos y recogíamos después como tesoros de coleccionista. Era desde luego una Extremadura con miles de hectáreas sembradas de trigo, cebada y centeno y encinares y alcornocales sin amenazas de la ‘seca’.
Y basta de caza, que no pretendo convertir esta columna en un manifiesto procinegético ni en una retrospectiva ‘alabanza de aldea’. A quien quiero evocar hoy es a don Donato De la Horra. Recuerdo que un día, poco antes de los exámenes finales de junio, ofreció la lección, hizo algunas anotaciones en el encerado y nos puso los deberes de costumbre: textos en francés para traducir. Pero antes de acabar la clase nos dio un consejo que he recordado toda mi vida: «Estudien y aprovechen el tiempo porque yo en el examen final no les voy a suspender, pero si no estudian les va a suspender la vida».

Juan Domingo Fernández

Sobre el autor

Blog personal del periodista Juan Domingo Fernández


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