En la película ‘El sacrificio del peón’, que narra los días previos de Boby Fischer ante el legendario enfrentamiento por el campeonato del mundo de ajedrez frente al soviético Boris Spassky, en plena guerra fría, hay una escena que me resulta deslumbrante y reveladora.
Antes de esa escena, el espectador conoce a un niño que aprende a jugar solo con seis años de edad y que únicamente cultiva la obsesión por el ajedrez. «Si le quito las piezas sigue jugando en su mente día y noche», dice la madre ante el profesor al que ha acudido para intentar liberarle de esa invisible tiranía.
Seguía siendo un niño pero el Boby Fischer de 12 años –con un cociente intelectual superior al de Einstein, eso sí– era presentado ya como la estrella en ascenso del universo ajedrecístico norteamericano. Imparable. Con 15 años había ganado el título de Gran Maestro y conseguido el campeonato de su país con victorias aplastantes. Vence a todos los rivales, en todas las partidas y jugando rápido. Un prodigio. Los prolegómenos del genio. Sin embargo, la escena clave de ‘El sacrificio del peón’ se produce cuando el abogado que representa y acompaña a Fischer busca a un sacerdote católico y antiguo jugador (en la realidad, William Lombardy) para que convenza a Fischer que debe volver al ajedrez y prepararse para enfrentarse a los maestros rusos. Para encarnar el símbolo de EEUU frente al hasta entonces incuestionable poder soviético sobre el tablero.
El abogado confiesa a Lombardy que Fischer desea contar con él como compañero. Y para persuadirle, recuerda al sacerdote que fue él quien venció alguna vez de joven a Spassky y también al propio Boby… El cura-jugador se muestra remiso: «Eso fue hace muchos años, ahora me destrozaría». Pero da un paso y entra junto al abogado al salón donde está Fischer. Nada más verle, el genio le recuerda una partida de hace tiempo:
«Contra Petrosian sacrificó el peón del rey. Siempre juega muy cauteloso, y enloquece en la otra dirección. Le mostraré cómo podría haber ganado en 14 movimientos». En contrapicado, el espectador asiste al espectáculo de un Boby Fischer moviendo ágil, apasionado, las piezas. «Aquí es donde se equivocó. Se volvió ambicioso y cambió el caballo por el alfil; sacrificó su peón ¿no? ¿Qué tal si hubiera hecho esto…?».
La escena es dinámica. Rostros de asombro y satisfacción. Fischer habla mientras desplaza alfiles, torres, el caballo… «Los rusos son como boas constrictoras. Si no haces nada te estrangulan hasta la muerte. Pero si los confundes, si los atacas desde todos lados, todo lo que pueden hacer es reaccionar. Y aquí como ves tengo mi ametralladora lista, apuntando al rey. Ahora comienza el verdadero ataque». A esas alturas, al William Lombardy jugador no se le ocurre nada más que soltar un taco. Y Fischer bromea: «Oye, no sabía que un sacerdote podía decir palabrotas».
Está claro que Fischer no habla solo de ajedrez, es una metáfora del poder. Del camino a la victoria. De la cautela como estrategia, o del puro ataque. De la ambición contenida. Y de lo esencial, como él dice: «Se trata de ganar». Me gustaría saber quiénes son los rusos, los Lombardy y los Fischer de la política española. ¿Los habrá equivalentes? ¿Y peones?