No es que el musical se hubiera ido de las pantallas, pero la verdad es que las últimas apariciones de este género eran adaptaciones fílmicas de éxitos escénicos como “Los Miserables” o “Into the Woods”. De ahí el valor añadido de esta fascinante e inesperada película, que se trata de un musical expresamente hecho para el cine. Grata sorpresa porque uno no espera en estos tiempos de mal gusto y fórmulas repetidas un homenaje tan luminoso al cine y a la música romántica sin caer en la cursilería.
Damien Chazelle tenía entre sus manos un material que corría el peligro de pasarse de azúcar, de empacharnos, pero gracias a su gran sentido del “tempo” narrativo y a la utilización de coreografías dinámicas y atractivas consigue deslizarse con buen gusto por una historia de amor muchas veces vista, pero contada como si fuera la primera vez. De hecho la trama principal es la misma que la de “New York, New York”, otro musical con nombre de ciudad – el “LA” del título que nos ocupa hace alusión a Los Angeles- , en la que un saxofonista de jazz trata de hacer prevalecer su idea de pureza musical frente a estilos más comerciales.
Evidentemente el enfoque es radicalmente distinto al de la película de Scorsese con Robert De Niro. En “La la…” hay colorido, ilusión, arte pop, y sobre todo, muchos homenajes al cine clásico, especialmente a “Casablanca” y a “Rebelde sin causa”. Para citar con soltura lo que en manos de otro hubieran resultado tópicos, hay que estar muy seguro de lo que se está haciendo y contar con el encanto y la pericia de la pareja protagonista, Ryan Gosling y Emma Stone, que parece como si no hubieran hecho otra cosa en su vida que bailar al estilo de Gene Kelly y Cyd Charisse o cantar maravillosas baladas. El tono entre humorístico y nostálgico de estos dos actores está en consonancia con el de la historia de amor del guión y el estilo musical de la partitura.
Aunque podemos encontrar algún bajonazo de ritmo en la última parte de la película, cuando se hace más realista, el director se asegura que la boca abierta que nos había dejado en el increíble plano-secuencia inicial, una coreografía apabullante en un atasco a la entrada de Los Angeles, se nos vuelva a abrir en la secuencia final, un falso “flashback”, en el que lanza toda su pirotecnia a base de un imaginario popular que va desde la pintura de Edward Hopper a las portadas de Vogue.
He leído y oído en varios sitios que la referencia más importante de la película es “Corazonada” de Coppola. Está claro que el uso de los fuertes cromatismos escénicos y alguna coreografía pueden hacernos pensar en aquella historia de amores perdidos que también tenían una ciudad como protagonista, Las Vegas. Pero la música de Tom Waits iba por otro camino más existencial y desesperanzador que el de los luminosos temas de “La La Land”. A lo largo de toda la proyección no he dejado de acordarme de un musical francés, “Las señoritas de Rochefort”, – de nuevo una ciudad en el título- de Jacques Demy, con una partitura de Michel Legrand que es la clara inspiración de los compositores. Una brillante mezcla entre jazz y vals de acordeón y un uso del vibráfono típico del gran maestro francés. Creo que esta película le debe más a Demy y a Legrand, sobre todo en el concepto recitativo de sus canciones y en su optimismo conceptual que a Minnelli o a Donen.
Sea como fuere y quitando alguna cosilla que se podría haber evitado, como el baile flotante en la cúpula del planetarium que ya se ha hecho hasta en películas españolas, “La la land” es el recordatorio de que la música puede servir al cine no sólo como soporte o ritmo, sino como temática, motor narrativo o fuerza lírica. Que es a fín de cuentas de lo que están hechos los grandes musicales.