El día en que los ciudadanos estaban llamados a votar, el candidato se despertó a las 5.30 para esperar, impaciente, la llegada del repartidor de los periódicos. Había soñado que se encontraba en el teso de una dehesa, que caía un calabobo que picoteaba en su cara como una ducha tierna y que una bandada de pájaros cruzaba sin tropezar entre las encinas. Eran pájaros negros, cuervos quizá.
Al despertar notó un amargor en el paladar porque la noche anterior él y algunos de los suyos habían festejado, tal vez con un gin-tónic de más, el fin de la campaña agotadora en la que había recorrido Extremadura en busca de los votos sin dueño. Y junto al rastro de alcohol no pudo evitar sentir que aquellos pájaros habían llegado al sueño con la fuerza del presagio de un desastre. Lo sintió a pesar de que nunca creyó en supersticiones y de que su madre –que sobre los sueños decía que eran fogonazos de futuro que cualquier persona prudente tenía la obligación de saber interpretar–, le había asegurado siempre que los pájaros en los sueños eran el anuncio de un tranquilo porvenir.
Pero ni siquiera el recuerdo acogedor de su madre y de las dulces locuras a las que le llevaba su imaginación volandera logró disipar aquel pálpito aciago. Tampoco fue útil el café cerrero con sabor a fondo de puchero que, como esa mañana de vísperas, algunas veces se preparaba por el gusto de recordar los cafés de los tiempos del contrabando: allí seguía, indeleble, la imagen de los pájaros negros rompiendo el paraíso de la dehesa bajo la llovizna.
En su casa reinaba el silencio denso que se posa sobre los objetos cuando todos duermen. Miró el reloj. Todavía no eran las seis. Echó de menos los periódicos. Con la taza en la mano, el candidato se asomó a la ventana. El día en que los ciudadanos estaban llamados a votar estaba amaneciendo. Volviéndose, recorrió el salón con la mirada. Se acercó a la estantería en la que, junto a fotos familiares y recuerdos de viajes, estaban los libros que había ido reuniendo durante años. Se topó con ‘La crónica de una muerte anunciada’ y no pudo evitar que aquel título azuzara en su cabeza la sensación de los malos augurios. Por eso no lo abrió. Se salvó así de leer que el día en que lo iban a matar, Santiago Nasar, el protagonista de la novela, se había levantado como él a las 5.30. Y que, también como él, había soñado con árboles y con pájaros.
Le distrajo el ruido del repartidor deslizando los periódicos bajo la puerta. Sabía que traerían las fotos que le habían hecho el día anterior para ilustrar el reportaje del descanso de los candidatos el día de reflexión. Allí estaba él, fotografiado sonriente en el bar con sus amigos. Y también estaba el otro candidato, su contrincante, a quien le habían hecho fotos en un campo de encinas y, como él, sonreía.
De pronto, como un fogonazo de futuro, tuvo la certeza de que tenía ante sí el abismo de la derrota: al fondo de la foto de su contrincante, junto a la vastedad de la dehesa, estaban los pájaros de su sueño. Cuervos quizá.