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Antonio Tinoco Ardila

Apenas Tinta

Juan

Siempre coincidimos en el sitio donde pasamos las vacaciones. Cuando llego lo busco, y cuando lo encuentro descanso porque su presencia me disipa la inquietud que siempre me ronda al principio del veraneo de caer preso de la monotonía.

Hablo de Juan, del que bastaría decir que hay dos o tres cosas en él que hacen que me rinda a sus pies: no conozco a nadie que utilice mejor su imaginación como un arma para seducir; allá donde llega instaura la república de la alegría; y tiene la virtud de hacer que todos los niños lo reconozcan como uno de los suyos. Juan los mantiene en estado de fascinación –lo siguen como un bando de gorriones–, les inventa juegos, les organiza fiestas y concursos, los lleva de acampada y les crea, sin prender un mísero palitroque, el ambiente prometedor de un fuego de campamento, la excitada emoción de una noche al albur del monte.

Juan tiene, como corresponde, el don de la aventura y si ve un barco de vela bogando mansamente por la bahía levanta ante nuestros ojos –ante los ojos de los niños, que a esa altura ya somos todos– un asalto bucanero, una escaramuza, una persecución hasta una ensenada, un cañoneo, un abordaje, un hundimiento, un rescate de las fauces de un escualo. Allí donde sobresale una roca de la superficie del agua Juan ve un león echado. Y si no, un perro bebiendo. Y si no, un barco varado en la arena después de sucumbir en un combate en el que la artillería enemiga lo desarboló, partió la botavara, el gaviero cayó al mar desde la cofa, los marineros iban y venían agarrándose a las jarcias como Tarzán a sus lianas, el capitán murió heroicamente en el castillo de popa y al grumete lo arrastró un golpe de mar que barrió la cubierta. Juan es como un cine: empieza a hablar y despliega una pantalla en la que van sucediendo las vidas que querríamos vivir sin arriesgarnos.

Todos los veranos Juan sube a sus nietos a su barca –‘Pesquerito’—y los lleva a la cueva donde un pirata esconde su tesoro. Es una cueva del acantilado a la que sólo se accede cuando baja la marea. Los niños saltan de la barca y –bajo las paredes de la roca tachonada de lapas, donde si uno se detiene a oír, el aire se llena del rumor que deja en los guijarros de la orilla el mar cuando se retira–, brota el milagro de la imaginación: los niños buscan efectivamente el tesoro, trazan planes, escarban, gatean, trepan por las paredes de la cueva mientras vigilan el mar por el rabillo del ojo por si barruntan la llegada del pirata, el amo del tesoro, que nunca llega pero siempre parece que va a llegar porque de pronto se oyen voces, ruido de gente que chapotea, llamadas de apremio para embarcar, un miedo en la espalda que te empuja a huir… Otra vez, y como siempre, remando para alejarnos de la cueva, poniendo pies en polvorosa sin encontrar el tesoro que, cada año, venimos a buscar con el resuelto afán de no volver sin él.

Así es Juan, un hombre que conoce el secreto del tesoro de la infancia inextinguible. El que consigue que estrene cada año el mismo mar de todos los veranos y que se me haga tan cuesta arriba la vuelta a la realidad de tierra adentro.

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Sobre el autor

Blog personal del periodista Antonio Tinoco.


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