Queríamos tanto a Bob que por él hicimos un grupo de música. Salió espontáneo, cosa de una tarde, y ninguno sabíamos apenas nada, sólo Chus Rivas cantaba y lo imitaba más o menos regular y sólo Rafa Bardají tenía ese don trabajado, tan de Bob, de tocar la guitarra y acompañarse al mismo tiempo de la armónica. El resto éramos gente que paseábamos tan perdidos por la música como por las estrellas, pero unos y otros teníamos en común que cuando oíamos a Bob en aquellos radiocasetes Philips o alguien, en un banco del paseo de San Francisco de Badajoz, se ponía a cantar alguna de sus canciones, nos parábamos y ya se nos iban las horas muertas.
Así que cuando algunos de nosotros decidimos formar un grupo de música nadie dijo que aquello fuera una locura porque la mayoría entendió que era la oportunidad que buscábamos de mostrar que estábamos rendidos ante Bob. Y era verdad. Estábamos en un momento de nuestras vidas en que cualquiera de nosotros nos hubiéramos partido la cara con quien hubiera puesto en duda que cantar ‘Blowing in the wind’ –sólo cantarla, aunque fuera mal– no te hacía inmediatamente artista. Y es que aquella canción era tanto como una brújula, la guía para ir por el mundo siendo compañeros del viento en el que, si sabíamos escucharlo, estaban suspendidas todas las respuestas que necesitábamos para vivir.
Y para nosotros bastaba con que la cantara Bob.
Por eso hicimos aquel grupo, porque lo que nos importaba entonces era pertenecer a la cofradía de quienes lo queríamos sin condiciones. Y porque lo queríamos tanto nos reuníamos tardes enteras bajo las escaleras del aparcamiento de Simago. Allí, entre las cajas de madera y de cartón que sus empleados arrumbaban todos los días antes de que las tiraran a la basura, cantábamos las canciones del maestro y allí, si llegamos a componer algún blues, fue exclusivamente por el aliento de Bob. Lo queríamos tanto que todos nosotros, sin habernos puesto de acuerdo, nos compramos una armónica. Porque la armónica era el verdadero instrumento de Bob (por el que se expresaba el alma), y porque la armónica nos permitía soñar con él mientras la soplábamos hasta lograr aprender, no por la vía del talento sino por la de la insistencia, los solos inolvidables de ‘Just like a woman’.
Queríamos tanto a Bob que su voz desgarrada era lo único que dejábamos que nos acompañara cuando íbamos solos, sus canciones nos ocupaban enteramente el pensamiento como una tierra conquistada y las tarareábamos resueltos por la calle aun comprendiendo apenas -o no comprendiendo nada– lo que significaban. Pero no importaban sus letras porque entendíamos a Bob: entendíamos lo que hacía, su vida rebelde, su vestir atrabiliario, sus rarezas y sobre todo entendíamos su música, que para nosotros, por tanto como lo queríamos, resultaba ser un jeroglífico tan fácil que no necesitaba explicación. He ahí por qué no tiene sentido discutir; he ahí la mejor razón por la que la poesía de Bob Dylan merece el Nobel de Literatura: porque se entiende sin necesidad de comprenderla. Es lo que tiene el amor.