Debo de ser un soso, pero no logro verle la gracia a que el presidente de la Junta nos pida opinión a los ciudadanos sobre si las gasolineras de bajo coste tienen que estar atendidas o no por personal. No es que no le encuentre la gracia en particular a esa especie de referéndum sobre las gasolineras que nos propone Fernández Vara, sino que desconfío de todas esas oportunidades de participar que están surgiendo en el mundo político como setas y que hacen que nuestros representantes se sientan tan estupendos: ahora nos piden que nos pronunciemos –que se pronuncien los madrileños, en este caso– sobre la reforma de la plaza de España de Madrid, o sobre la peatonalización de la Gran Vía, o sobre si es bueno o no el billete combinado de autobús y metro. O más cerca: que nos pronunciemos sobre el proyecto del Campillo, que impulsó Podemos en Badajoz; o que los vecinos digan si se tira o no el quiosco de la música del parque de San Ginés de Guareña, como ha propuesto el grupo municipal de IU de esa localidad…
Debo, además de ser soso, padecer de algo mucho más grave: tener el sentido democrático atrofiado porque me asaltan serias dudas sobre si sale ganando la democracia por el hecho de que nuestros representantes políticos nos pidan opinión sobre asuntos que, o bien son técnicamente complejos y es preciso contar con un alto nivel de información para votar con propiedad, o bien son simples y el pronunciamiento en un sentido u otro es, sobre todo, emocional.
Y es que en este tipo de consultas, bajo la impecable apariencia de ‘dar la voz al pueblo’, no veo otra cosa que el atajo que ha encontrado el gobernante para escaquearse de la responsabilidad de gobernar. Eso en el mejor de los casos, porque en el peor, lo que me parece todo esto es un modo de darnos gato por liebre y de depreciar la democracia. Escaquearse porque gobernar significa tomar decisiones (luego, los gobernados, harán de su capa un sayo y respaldarán o no con su voto la gestión del gobernante en razón de las decisiones que haya tomado). Y depreciar la democracia porque en ese tipo de consultas se establece una desigualdad del voto en origen, de tal manera que quienes tengan intereses en el objeto sobre el que se consulta votarán mucho más que los que no tengan intereses, y precisamente la limpieza y grandeza de la democracia radica en que son muchos más los ‘desinteresados’. Esos que son lo contrario del grupo organizado en algo muy parecido a un ‘lobby’.
¿Se imaginan al director de este periódico sometiendo a consulta en las redes sociales qué noticias llevar a la portada del periódico del día siguiente? ¿O, más dramáticamente, a un cirujano preguntando en Facebook si opera o no por laparoscopia un cáncer de colon? ¿Engrandecería la medicina éste o el periodismo aquél por hacer lo que le indique la opinión mayoritaria resultante de la consulta? ¿O deberíamos correrlos a gorrazos por banalizar su trabajo?
Debo de ser un bicho raro –o algo peor: ¿un carca trabucaire?– porque donde muchos ven una oportunidad más para la democracia yo veo una oportunidad menos.