Tengo serias dudas de que España sea mejor país después de que a la tuitera Cassandra Vera le haya caído un año de prisión y siete de inhabilitación absoluta a cuenta de los trece tuits que dedicó a Carrero Blanco; ni de que las víctimas del terrorismo estén más protegidas después de esa sentencia; ni tampoco de que nuestro país se haya hecho más fuerte contra ETA, el yihadismo o cualquier otra banda que nos amenace con sembrar el terror en la calle. Me parece un despropósito de medios y energías –cuando tanta falta hace de ambos a nuestra Administración de Justicia–, que nada menos que la Audiencia Nacional tenga que estar pendiente de juzgar el caso de esta tuitera, como ya lo hizo con otros anteriores y –si nadie lo remedia— lo hará con otros que vendrán después de ella. A este paso, la Audiencia Nacional va a tener que inaugurar una sección para juzgar sólo los infinitos detritus de las redes sociales.
El Congreso de los Diputados haría una demostración de prudencia, sentido común y proporcionalidad, conceptos de los que muchas veces ha declarado ser devoto nuestro presidente del Gobierno si, a la vista de que los ‘casos Cassandra’ se están multiplicando como setas, tratara de ajustar el delito de enaltecimiento del terrorismo a conductas que no dieran lugar a equívocos sobre la voluntad de sus autores. Si el carácter delictivo de un comportamiento se mueve en el terreno de lo interpretable, es la presunción de inocencia la que está sometida a riesgo. Y no deberíamos jugar con fuego con uno de los principios sobre los que se asienta la sociedad democrática.
Cassandra Vera ha sido injustamente condenada porque ha sufrido la aplicación de un artículo del Código Penal (el 578) que no fue concebido por el legislador para tuiteros mucho más aficionados al mal gusto que a la alabanza de terroristas, tal como agudamente –y con generosidad– dijo Lucía Carrero-Blanco, la nieta del almirante, cuando en enero pasado supo que Vera se enfrentaba a penas de cárcel por reírse del atentado sufrido por su abuelo 40 años antes. Lucía Carrero-Blanco concluyó con una frase que deberían grabar en su memoria los jueces que se cobijan en la literalidad del código para dictar sentencia: “Me asusta una sociedad en la que la libertad de expresión, por lamentable que sea, pueda acarrear penas de prisión”.
Cassandra Vera tiene mi apoyo como víctima de una legislación estrambótica, pero hasta ahí llego. Le muestro mi solidaridad, pero no tendrá ni un gramo de mi simpatía como tuitera dicharachera encantada de conocerse. No batiré ni una sola vez mis palmas para jalear sus tuits, que no tienen ni pizca de gracia. Y me decepciona que una persona tan bien dotada para reírse de las desgracias ajenas –maldito el humor que hay en los tuits de Carrero o en los que dedicó a Cristina Cifuentes cuando sufrió un gravísimo accidente de moto– esté, sin embargo, tan poco dotada para reírse de las propias. Es una pena que su sentido del humor tenga dos varas de medir: la que aplica a los demás y la que se aplica a sí misma.