El periódico del domingo traía el nombre de Hayange y por eso el periódico del domingo trajo a mi memoria las memorias de otro hombre, de José, emigrante en los años 60 precisamente en esa ciudad del norte de Francia, en la comarca de las grandes empresas de fundición, que ahora el periódico llama el ‘oxidado pulmón siderúrgico francés’.
Recuerdo que a José no le hacía falta reunirnos para contarnos cosas de Hayange, le salían así, de pronto, en medio de una conversación sobre otro asunto. Pero algo era seguro: cuando José empezaba a contar cosas de sus años en Hayange, todos callábamos. Y eso que él las contaba con tanta naturalidad que parecía que no fueran de otro mundo. Quiero decir que no le daba importancia a las cosas que contaba. Eran cosas sencillas del trabajo, de sus compañeros españoles, portugueses, italianos, argelinos… También franceses. José hablaba del calor de la siderurgia pero, seguramente para no alarmarnos, apenas se detenía en hablar de que trabajaba en medio del metal hervido, respirando la bruma que dejaban los gases del acero. Hablaba de los turnos doblados y de cómo caía en la cama después de 16 horas seguidas trabajando.
A mí me gustaba oírlo contar precisamente el momento en que caía en la cama. Y es que la cama se había ganado en aquellos relatos suyos un espacio propio después de que nos contara cómo un paisano y él habían llegado a Hayange desde España con un colchón a cuestas. Contaba cómo ambos, sin saber ni una palabra de francés, se habían aventurado por los subterráneos del metro de París arrastrando aquel colchón de borra. Y esa imagen de José y su paisano, ambos campesinos de Extremadura, con el colchón a la espalda por los túneles de hollín del metro, la guardo como el tesoro capaz de explicarme por sí solo en qué consiste el extravío de un emigrante. De modo que cuando José contaba cómo se desplomaba en el colchón los domingos por la tarde después de trabajar desde la noche del sábado en aquel paisaje en el que borboteaba la chatarra colada que era la fundición de Hayange, uno sentía que ese instante debía de ser para él como el final feliz de un naufragio, algo así como la acogida de lo que le quedaba de patria.
Era fácil de imaginar que José vivió en Hayange casi tres años de soledad y desarraigo y en muchos momentos sólo sostenido por la llama del recuerdo de su familia de España. Y, sin embargo, siempre habló de Hayange con un fulgor en la mirada. Decía que, a pesar del trabajo extenuante, lo habían tratado como a una persona con derechos y eso le había bastado para disolver la amargura.
Ahora leo en el periódico que Hayange se ha convertido en el ‘oxidado pulmón siderúrgico francés’, con fundiciones cerradas y obreros en paro. Leo que es una ciudad entregada al Frente Nacional, el partido de ultraderecha que el próximo domingo espera ganar las elecciones en Francia, y no puedo evitar recordar a José y su Hayange. Porque creo que no le gustaría que la ciudad donde trabajó en medio del hierro encendido, pero también en la que se le reconocieron sus derechos, sea ahora apenas un pulmón oxidado que respira el aire que le trae Marine Le Pen.