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Antonio Tinoco Ardila

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El Diccionario ha muerto

Estoy siguiendo la crisis catalana -imagino que como ustedes-, por todos los medios de comunicación posibles: por la prensa, por sus ediciones digitales, por la radio, por la televisión, por las redes sociales… De lo que he leído, oído y visto durante estos últimos largos días han surgido sentimientos de todo tipo: de tristeza, de esperanza, de enfado, de temor, de alivio… Seguro que me entienden, porque pocas dudas tengo de que ustedes han debido sentir lo mismo que yo.

También sigo la crisis catalana por la prensa portuguesa. Porque me interesa conocer un punto de vista libre de la subyugación de una realidad que me afecta personalmente y porque creo que es ilustrativo observar cómo ven lo que nos está pasando en España desde Portugal, un país que lo siento como si fuera mío. En consecuencia, vengo leyendo lo que publican sobre Cataluña los periódicos que son referentes informativos lusos: Público, Diário de Notícias, Expresso.  Muy pronto, sin embargo, mi interés mayor se ha trasladado desde las informaciones de los corresponsales de esos periódicos a los comentarios de los lectores a sus informaciones. Y eso porque en los comentarios he encontrado un sentimiento nuevo: el del estupor, es decir, el del asombro, el del pasmo.

Asombro y pasmo por ver hasta qué punto ha calado en los lectores la versión que los nacionalistas tienen del problema catalán. La mayoría de los comentarios -que pueden ser considerados un reflejo de la opinión pública ilustrada de Portugal porque ser lector de informaciones internacionales es una característica de la minoría ilustrada-, acogen sin apenas reparos el cuento de la Cataluña oprimida y, por consiguiente, el cuento todavía más increíble de que en España el fantasma de Franco se levanta todas las mañanas a conducir los destinos de nuestro país bajo la eterna lucecita del Pardo. ‘Francoland’ -eso que Muñoz Molina denunció hace algunas semanas en El País como la foto sepia y acartonada que de España aún permanece en los países desarrollados- existe también en Portugal.

Lo dramático de todo esto no es, con serlo demasiado, que en nuestro país vecino haya mucha gente que se apunta a la teoría de que la independencia de Cataluña es una especie de revolución de los claveles con Puigdemont y Junqueras de trasunto de ‘los capitanes de Abril’ Salgueiro Maia y Saraiva de Carvalho; lo verdaderamente dramático es que para abrazar esa teoría han tenido, como afirma el escritor Juan Gabriel Vásquez, que dar por buena la perversión del sentido de conceptos como ‘mayoría’, ‘ley’, ‘referéndum’, ‘pueblo’, ‘convivencia’ y, seguramente a partir de la tarde del lunes, ‘asilo’. Y esa perversión no atañe al conflicto catalán, ni a la aplicación del artículo 155, sino a la salud de las libertades del sitio mismo donde alegremente se acepta la muerte del Diccionario.

Pasará el sarampión soberanista. Quién sabe si empezaremos a ver sus banderas en el polvo ya el 21 de diciembre. Pero la resurrección del Diccionario tardará. Y, sin embargo, no encuentro tarea más necesaria que volver a darle a las palabras el sentido que les corresponde. Porque para la democracia, sea en donde sea, en Barcelona o Lisboa, es cuestión de vida o muerte.

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