Estoy dispuesto a dar mi próximo voto al político que prometa abstenerse de pronunciar discursos de los que llaman ‘institucionales’ en estas fechas navideñas. Tan grande es el hartazgo que siento por este género, al que no logro encontrarle la más mínima utilidad para los ciudadanos. Bien sé que si abstenerse de hacer discursos de Navidad o de fin de año fuera lo único que me guiara para votar a un político, desde ahora y para los restos podría declararme abstencionista o militante del voto en blanco. Y es que miro a mi alrededor y no atisbo a ningún político capaz de no caer en la tentación de endilgarnos sus balances (recuerdo a Franco que, a falta de algo mejor, hacía una especie de arqueo y llenaba los discursos con las toneladas de trigo cosechadas, carbón extraído o barcos que habían salido ese año de los astilleros españoles y su comparación con el año anterior), cuando no (¡horror!) de pedirnos que prestemos atención a sus ‘reflexiones’. He aquí, dicho sea de paso, una palabra –reflexión—cuyo prestigio está perdiéndose a chorros en buena parte porque muchos de estos políticos denominan así los lugares comunes con que llenan esos discursos, a los que se les quiere dar tanto énfasis que menudean los casos en que, para pronunciarlos, sus protagonistas se rodean de algún marco incomparable que les preste solemnidad y, seguramente también, alguna suerte de iluminación con la que confían que se disimulen sus fruslerías.
Pero no crean, mi alergia a este tipo de discursos no es por su abundancia, con ser ya mucha (¿qué político, del nivel que sea, no se considera hoy impelido a hacer estos discursos y propagarlos por todos los medios de comunicación posibles?); ni siquiera por su banalidad, que también es abundante, sino porque considero que forman parte de una manera de ejercer la política que tiene bastante de impostura.
Yo creo que las homilías tienen su sitio en las iglesias y están destinadas a una feligresía que, por el hecho de serlo, las espera con interés, pero me parece un abuso que un político, aprovechando las fiestas, nos meta un discurso cuyo tenor es más propio de los púlpitos que de la arena política, porque una vez y otra se trata de monólogos de buenas intenciones pronunciados, sobre todo, a mayor gloria del pronunciador, para echarse flores a sí mismo por lo estupendamente bien que hace las cosas, trufándolas con algunas gotas de autocritica en la dosis precisa para redoblar el efecto de veracidad de sus pretendidos logros.
Lo que se esconde detrás de los discursos de últimos de diciembre, motejados de ‘institucionales’, es la ocupación de un espacio por parte de la propaganda, una simple rueda de prensa sin preguntas, que es la comparecencia de un político que más se parece a la comparecencia de un clérigo porque está orientada a que los ciudadanos –paradójicamente los ciudadanos de una democracia, que en teoría es el reino de la confrontación de las ideas y de la crítica—no tengan otro cometido que decir amén.