Existen ciudades de sonoridad tan prodigiosa, que la sola pronunciación de su nombre basta para evocar un mundo acotado de exuberancias exóticas. Cada ciudad es a la vez una negación y una promesa, la incertidumbre de muchas otras vidas posibles, futuras y pasadas, que atisbas entre los callejones adoquinados de la baixa, o asomadas a los balcones de los áticos con sus caras de otro siglo. Así como dicen que Buenos Aires es una ficción Borgiana, sucede lo mismo con Lisboa, que uno llega a ella por primera vez, con O livro do desasosiego aún caliente y tembloroso entre las manos febriles de adolescencia, y siente algo así como un escalofrío al subir la Rua dos Douradores. Se piensa uno a los veinte años que va a cruzarse con Mario de Sá-Carneiro, rumiando en su rutina de opio a contar sus infortunios a Pessoa, que lo espera con impaciencia de abstinente en las tasca de la esquina.
Luego, con los años y las visitas te acabas enterando de que en el Café Martinho, donde tantas veces se reunió el grupo Orfheu, hay una sucursal bancaria desde 1969, que es algo así como un Burma, el puti de esa novela negra de Muñoz Molina a la que he plagiado hoy el título.