En algunas extrañas ocasiones, tan azarosas como escasas, sucede que las cosas más cotidianas o triviales, inadvertidas en la frenética rutilante de los días sucesivos, se nos revelan de pronto como un signo o un presagio. Basta un número entrevisto en un calendario de hace diez años, que casualmente miramos colgar de la hosca pared de un comercio de barrio, el nombre de una calle por la que transitamos a diario o por primera vez, una campana que oímos tañir desde la lejanía a la hora exacta en la que el tiempo dejó de correr para alguien…
Pensaba el otro día subiendo la Cuesta de la sangre, en Trujillo, cuando José Cercas, condescendiente no se si con mi absortamiento o mi juventud, me palmeaba el hombro arrancándome de un alucinado sopor. Habíamos coincido con motivo de la feria del libro de la localidad, donde yo fui contratado para impartir unos modestos talleres en los días dedicados a los géneros de relato y poesía, y él encabezaba un séquito de poetisas y poetastros más o menos jóvenes -menos que más- a los que ha prologado en una antología para una editorial de nueva cuña en la región. El organizador del evento –y también poeta- Daniel Casado, nos contaba entre cañas que la Alcaldesa de Guadalupe del Perú -que se encontraba de paso por estos pagos para estrechar un hermanamiento entre ésta ciudad y su homónima extremeña-, había venido a la inauguración portando un vistoso medallón de oro, y no pude evitar que mi imaginación exaltada se formara la imagen, algo arquetípica, de una altiva criolla que como truncada Virreina de La Nueva Castilla, miraba con orgullo impostado, desde las escaleras de la Plaza Mayor, a los diez Incas encadenados, tallados bajo el escudo de armas del marqués sin marquesado Francisco Pizarro, en la hermosa fachada del palacio renacentista que un sobrino de Churriguera construyera para la hija mestiza del ambicioso conquistador, Francisca Pizarro Yupanqui.
Mis tendencias a la mitomanía se desbocaban aquella pétrea noche -pasada hace sólo un par de días-, cuando a veintinueve, y en la dicha Cuesta de la sangre, escuché repicar una campana a la hora siniestra y homicida en la que hacía justamente dos meses, perdía al hombre que me hizo de padre.