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Tríptico de un Poeta en la Tierra.

 Primero vemos a un niño. Es uno de esos niños color sepia de los años veinte. Hay en la tarde de invierno un silencio afligido de ausencias, un desamparo misérrimo de hospicio, una tristeza rumiante de niño internado. Sentado en el patio, inmerso en sus lejanías, escucha el desconcierto de la lluvia en los tejados, el crepitar persistente de las gotas que se derraman sobre los charcos como un llanto incontenible. Tiene siete años y hace solo un par de meses que ha llegado al orfanato. Otro niño se le acerca y le pregunta que si no tiene frío, pero no contesta, sus pantalones cortos empapados ya son impermeables. Insiste y pregunta que ¿qué fue lo que le pasó?, o ¿que hizo para estar allí? Y entonces, sin volverse, aún absorto en el agua que precipita, murmura: Mi padre murió en el otoño cogiendome almendras.

 Ahora un hombre ya maduro, de una espesa cabellera rizada en la que asoman las primeras canas, curtido de cargar en los muelles, de limar asperezas al mármol, de sacarse los cuartos a golpes de gubia o paleta, camina por la calle San Juan. Este hombre que ahora vemos, -y que es aquel hospiciano que tuvo que ser monaguillo, y cantaor de tangos, y mil historias para llegar a los cuarenta y tres años que hoy, sábado 22 de diciembre del 63, tiene- ha leído toda su vida con afán devorador, y a demás, ha escrito, con éxito incipiente, textos y poemas que van apareciendo por revistas de medio mundo, y comienzan a ser traducidos a otros idiomas. Va contento, casi dando imperceptibles saltos, hacia la sastrería donde trabaja Manuela, su esposa, porque tiene que darle una noticia importante. El Gobernador Civil va a regalarles una casa. Esta noche darán en su honor una gran fiesta en la residencia de los Segura, y van a estar todos los chicos: Esperanza, Vaquero Poblador, López Lago… -¡Una casa nueva para los dos Manuela!- y allí él podrá escribir algo bueno, piensa mientras camina, algo tan bueno que ella podrá dejar de romperse las manos subiendo bastillas, haciendo pespuntes, cosiendo las ropas de medio Badajoz.

 Para concluir vemos al último Manuel Pacheco. El celebrado, el numerario de la Real Academia de la Artes y las Letras, el Medalla de Extremadura, el que ha dado nombre a colegios público, múltiples calles, un certamen literario, e incluso a una biblioteca. Está sentado en el sofá de su casa, no en esa tan precaria que le cedieron en los 60 en la carretera de Sevilla, si no en un pisito también modesto, pero con ascensor, que alivia los lastres de la coja Pacheca -como el vulgo ha rebautizado a su anciana señora- que ha bajado al Pryca a por un güisqui. Es ya un viejo de imponente cabellera blanca, algo desaseado, que gusta de leer a los jóvenes sus correspondencias con los grandes nombres de la literatura, y habla con contenida nostalgia de los amigos de entonces. Un viejo que ha visto morir a sus coetáneos, que sabe que le han caído ya todos los “gordos”, y que tal vez intuye le queden pocos años de vida. Con él hay un joven ecologista que pretende disuadirle para que escriba en una revista y acepte ser socio de honor del grupo Rosa de Alejandría. Va acompañado de un niño de ocho años, su hijo, que mira con intriga y estupefacción a ese hombre del que su padre le ha dicho que es un gran artista. Ese niño de aquel día de 1993 es, o mejor dicho fue, quien escribe estas líneas. Pocos años después, en marzo del 98, fallecía Pacheco. Sólo unos meses más tarde lo seguiría Manuela, con la pierna coja y las manos reventadas de zurcir remiendos en el alma del Poeta.

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