Un edificio cerrado siempre es un problema. Basta comprobar el deterioro que sufre el Hospital Provincial de Badajoz para entender lo importante que habría sido mantenerlo en uso mientras se le buscaba una nueva utilidad.

Precedentes de saqueo hay muchos. Recuerdo el pillaje que sufrió el colegio El Progreso cuando dejó de funcionar. El último intento de salvar el centro fue protagonizado por uno de los exdirectores de aquella imponente escuela levantada entre el Gurugú y Los Colorines. Alarmado por el deterioro que sufría, Juan Antonio Serrano acudió acompañado de sus antiguos compañeros para exigir que se tomaran medidas. Pero nadie respondió a la llamada, el destrozo continuó y unos meses después el colegio fue demolido.

De aquello hace casi una década, pero da la sensación de que no aprendimos la lección. Las imágenes captadas esta semana por José Vicente Arnelas en el Hospital Provincial son demoledoras. Los cacos están arrancando los cables, los grifos, los sanitarios y las tuberías. Están rompiendo las paredes y las puertas. Y a pesar del escándalo público, el acceso por el que se cuelan los ladrones sigue abierto de par en par.

Un vecino proponía el lunes soldar la puerta. Otro se preguntaba qué extraños intereses puede haber detrás de la ruina de un edificio que estaba en perfecto uso el día que cerró sus puertas.

Si el responsable de frenar los robos tuviese que responder de este desaguisado con su patrimonio personal, el problema estaría resuelto hace bastante tiempo. Pero no será él, sino la sociedad en su conjunto, quien pague las reparaciones a través de los impuestos, un valioso dinero que se podría dedicar a cosas tan útiles como apoyar a los desahuciados, dar de comer a los niños con menos recursos, mantener las becas universitarias o contratar a un vigilante que garantice la seguridad del Hospital Provincial.