Soy aficionado por ellos, por los valientes, por los que retuercen el destino con hombría desmedida. Por los toreros machos que lloran de amor. No hace falta nada para abrir la puerta de los cielos. Nada sino fe. La del Pirata, la del Ciclón. La fe que cuando te crece dentro te levanta la voluntad inquebrantable de triunfo. Hoy Juan José Padilla no ha necesitado plancha para la muleta, ni siquiera el temple de los artistas, le ha bastado la voluntad. La de irse por dos veces a la portagayola más difícil del planeta toro. A cara o cruz. Todo por nada. Nada por todo. Una oreja a su primero y otra montaña de fe para cortarle las dos orejas al segundo. A puñetazos de emoción, a mandobles de fe,… De hinojos, con el miedo en el gaznate y la muleta de horadar montañas. Tras veintitrés años de alternativa, la del Príncipe se le ha rendido, la fortaleza ha caído, el río Guadalquivir se le ha metido en el pecho del tirón. El toro de Fuente Ymbro embestía a media altura, con tranco ligero, lo suficiente para que la tauromaquia de siempre, la del hombre desnudo frente al toro, la del quiero y puedo porque quiero, la que no necesita ni pintores ni poetas porque es simplemente de verdad. Hoy, un torero macho, repleto de limitaciones por dentro y por fuera, ha dicho hombre soy y mi destino es mío. Por eso amo la tauromaquia, porque enseña que los sueños se alcanzan si se llega a interiorizar que el sufrimiento es parte de la gloria, porque para abrir la Puerta del Príncipe no hace falta tener la muleta planchada, ni el sanedrín de los puristas del pitiminí de cara. ¡Padilla, maestro! ¡Qué niño para llorar! ¡Qué hombre para torero! Hoy te llevas a Sanlúcar, en el esportón de los anhelos cumplidos, un tratado magnífico de cómo ser hombre, dos portagayolas que valen por toda una vida y tres orejas que dicen: fe, voluntad y triunfo.