Como viene siendo habitual en nuestro país, el próximo año habrá cambios de libros de texto, más si cabe potenciados por la aplicación de la nueva ley educativa (LOMCE) en determinados cursos, así como la futura instauración en los restantes, avanzada en reuniones institucionales como la celebrada esta misma semana.
Echando un superficial vistazo a los vastos catálogos editoriales 2015-2016, la gran mayoría de ellos suelen incluir la frase “Fomenta la innovación en el aula” en su descripción, muchas veces como si de un mantra positivista se tratara.
¿En qué consiste esa innovación? aunque las opciones son variadas, podemos generalizar que esa innovación se suele traducir en los siguientes aspectos:
– Utilización de las Tecnologías de la Información (TIC): materiales enfocados a ser utilizados más allá del analógico papel, sino en diversos dispositivos como portátiles, tablets o pizarras digitales.
– Potenciar el uso de herramientas colaborativas: tipo comunidades online, foros y/o chats.
– La asociación con alguna empresa puramente tecnológica conocida: que ofrece al comprador el uso de algún software Premium, propiedad de la empresa tecnológica.
– Explorar superficialmente alguna nueva tendencia: learning analytics, flipped classroom, método Montessori… que habitualmente acaban chocando con la marcada operatividad del sistema educativo.
Si analizamos en detalle estas innovaciones y concebimos las mismas desde una globalidad social, caeremos en la cuenta que una gran mayoría de ellas no son tales: ¿a una persona que utiliza una tablet y visita foros de internet usted la consideraría innovadora? Da la sensación que lo que más bien persiguen estas mal llamadas innovaciones son una adaptación del día a día en las aulas a la realidad que actualmente se vive fuera de ellas. Cuesta reconocerlo, pero muchos centros educativos a menudo da la sensación que viven herméticos a los constantes cambios y evoluciones que ocurren alrededor de los mismos, como si no desearan avanzar a ritmo similar que la sociedad de la cual son parte.
Una de las contradictorias realidades que me fascina día a día, es comprobar como en la comunidad docente los estándares sociales de reconocimiento innovativo son habitualmente más bajos que en muchas otras disciplinas. Por ejemplo, un docente que utilice Twitter, comente esporádicamente algún blog y conozca tímidamente las herramientas de Google; se le posiciona rápidamente como un profesor tecnológicamente avanzando, como un “docente 2.0”. Cuando la realidad es que la utilización a nivel usuario de este tipo de herramientas es habitual en cualquier ciudadano e, incluso, el dominio de las mismas se exige en prácticamente cualquier oferta de trabajo independientemente de su nivel de especialización.
Estar impregnados de este tipo de hábitos social-tecnológicos no nos hace diferentes del resto, sino más parte de la mayoría. Hace décadas todos tuvimos que cambiar la máquina de escribir por el Microsoft Word, nos adaptamos a una necesidad imperante, al igual que actualmente no se considera que nadie esté más avanzado tecnológicamente por conocer paquetes office; utilizar Google Apps, redes sociales, crear webs utilizando WordPress… está ya a un mismo nivel.
Un administrativo, un contable o comercial que utilice una tablet o Google Apps no se le considera un trabajador innovador, sin embargo, ¿por qué a un docente que utilice tablet o Google Apps si se le considera un docente innovador?
Independientemente del contenido de sus catálogos, esta discordancia temporal-innovativa en las aulas en absoluto deberíamos achacársela a las empresas editoriales, más teniendo en cuenta que su función se circunscribe a ofrecer un servicio acorde a la demanda manifestada. De hecho, si comparamos con otros mercados que también han afrontado un proceso de digitalización de sus productos (camino habitual para la innovación en el mundo actual), el sector editorial en absoluto es el que peor la ha afrontado, de hecho, en muchos aspectos está sabiendo leer el partido bastante bien. Curiosamente, en esos otros mercados como es el de la música, es habitual que sus profesionales construyan proyectos que fomenten la colaboración colectiva entre organismos públicos y privados, partiendo incluso de la auto-edición para coordinarse con el resto de agentes parte de su mercado. Por contra, en el mundo educativo el modus-operandi a menudo habitual es solicitar cambios a las instituciones en base a bocetos ideológicos con falta de cocción, implorando desde el cristal que llegue el maná.
Esta desconexión social ha llevado a la descoordinación operativa entre todos los agentes implicados, conduciéndonos a una triste conclusión: la ocasión para innovar educativamente en gran parte ya pasó, se tuvo la oportunidad y se dejó escapar.
Teniendo esto en cuenta, no es momento ahora de perder el tiempo buscando culpables ni mucho menos que los mismos lo pierdan enfrentándose entre ellos. Hemos de buscar mejorar a través de un diálogo que no se obsesione en innovar, sino primeramente en adaptarnos a la realidad que el mundo de 2015 vive, tanto dentro de las aulas como fuera de ellas.