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Quiero ser Forrest Gump

La que armó Jordi Évole con su falso documental sobre el golpe del 23-F. Pero esa farsa no tiene parangón con la que montó Rajoy en el debate sobre el estado de la nación. Esa sí que es para cabrearse. Évole, al menos, nos reveló al final que todo fue una mistificación, pero el gallego y sus voceros insisten en hacernos comulgar con ruedas de molino. ¡Que ha acabado la crisis! Vaya golpe el suyo, señor presidente. ¿Pero en qué país vive?, como le espetó otro que tal baila, el ‘socialisto’ de Rubalcaba, cuya credibilidad también es nula, pues, atrapado por su pasado, su «donde dije digo, digo Diego» ya no cuela. Por eso me importa un bledo quién ganó esa astracanada de duelo dialéctico. Me importa quién nos engañó más. Y ahí se lleva la palma don Mariano porque los datos son tozudos y le desmienten.

Rajoy y sus enchufados, los que se tomaron la dulce pastillita azul, viven aletargados en una realidad virtual, en Matrix. Pero yo tengo la desgracia de que mis padres me hicieron tragar al nacer la amarga píldora roja que me abrió los ojos y la conciencia. Y cuando moría el niño y se gestaba el hombre, en mala hora se cruzó en mi camino un quijote, don José María Otero, maestro de escuela y de vida, que me despertó la pasión por la lectura y la literatura. Atraído por su canto de sirena atravesé el deformante espejo catódico e inicié la persecución del conejo blanco. Y en esas sigo, pues aún no lo he alcanzado, lo que me causa no poca frustración, pero, como soy de natural testarudo, no cejo en el empeño. Mas esa terquedad me ha enemistado con alguna que otra reina de corazones que ha pedido mi cabeza.

Cuando se paría el hombre di en el instituto con un sombrerero loco, don José Luis Díez, que me descubrió la filosofía. Por su culpa pienso, luego existo, y no ceso de dudar de todo y de hacerme las preguntas de siempre sin encontrar nunca las respuestas definitivas.

Cuando empecé a dar mis primeros pasos como hombre me dio posada el gato de Cheshire, don Manuel de Unciti, quien me desenchufó de la corriente y me convirtió en una mosca cojonera, un cascahuevos, que diría el amigo Antonio Barquilla, preceptor de periodistas.

Perdone, don Mariano, todos ellos y algunas otras malas compañías son culpables de que sea tan quejica y siempre ande buscándole tres pies al gato. ¡Ay, mísero de mí, ay, infelice! Me gustaría ser como Forrest Gump: un idiota. Idiota tanto en el sentido actual del término (tonto) como en el etimólogico, el que le daban los antiguos griegos (un ciudadano egoísta que no se preocupaba de los asuntos públicos, sino solo de los propios). Forrest Gump era idiota pero feliz; él iba a lo suyo y corriendo hacia adelante, sin mirar atrás y sin rumbo definido, llegó lejos e incluso logró el reconocimiento de la gente, sin ser consciente de ello. En cambio, su amada es una infeliz atormentada por sus dudas existenciales que se pasa la vida dando tumbos, de unos brazos a otros, de paraíso artificial en paraíso artificial, en busca de una felicidad que solo encontrará efímeramente en compañía de Forrest, que de tonto, es bueno.

Conclusión: para ser felices sean tontos o háganse los tontos. Eso o, siguiendo al poeta Charles Baudelaire, embriáguense «para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriáguense, embriáguense sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca». No quiero dar más la murga, pero si eres abstemio, chungo: ¡O-G-T!

(Publicado en el diario HOY el 2/3/2014)

 

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