El viernes el terror volvió a sembrar de cadáveres París, diez meses después de que pretendiera matar la risa, encarnada en la revista satírica ‘Charlie Hebdo’. Es el terror que en nombre de Alá riega la semilla del odio que germina con creciente fuerza en esos hijos y nietos del Tercer Reich que ven una amenaza a su bienestar y aun potenciales terroristas entre los refugiados que, precisamente, huyen del terrorismo yihadista y del terrorismo de Estado de sátrapas como Bashar el-Asad.
Tres días antes falleció el polémico filósofo francés André Glucksmann, quien de militante maoísta y abanderado del Mayo del 68 en su juventud pasó a apoyar la candidatura presidencial de Sarkozy en 2007 y las intervenciones militares en Irak, Serbia, Libia y Siria. Hijo de judíos austriacos, sionistas de izquierdas que sufrieron y combatieron el nazismo, al que acabó identificando con el comunismo, fue un furibundo antitotalitario y portavoz de refugiados y apátridas. En su último libro, ‘Voltaire contraataca’, explica que trató toda su vida de adulto «de desbaratar la engañosa benevolencia de los estafadores que prometen el paraíso en la tierra como en el cielo y nos llevan al infierno» y escribió muchos ensayos «para sugerir al lector que observe el mal, que muestra en los sueños más seductores a los comedores de hombres más feroces».
Tras los atentados del 11S, Glucksmann publicó ‘Dostoievski en Manhattan’ (2002), en el que arranca a uno de esos «estafadores» la careta religiosa. En esta obra, Glucksmann ve en el terrorismo islamista una manifestación extrema de una tradición nihilista que ya retrató Dostoievski a través de la célula revolucionaria rusa de finales del siglo XIX que protagoniza su novela ‘Los endemoniados’. Mas para Glucksmann nihilistas también son los gobiernos que, en nombre de la razón de Estado, practican el terror. Él pone como ejemplo el que ejerce Putin contra los chechenos, pero se podría añadir el que emplea China contra los «enemigos del pueblo», Israel contra los palestinos o Estados Unidos en Guantánamo. Para el terrorista nihilista, el fin justifica los medios. Escondido tras coartadas religiosas o ideológicas, su objetivo es la aniquilación del otro, aunque tenga que inmolarse. «Mato, luego existo», esa es la irracional razón de ser de este suicida asesino.
Más de medio siglo antes, Albert Camus ya analizó en ‘El hombre rebelde’ (1951) la relación entre nihilismo y terrorismo, tomando también como referente ‘Los endemoniados’, en la que también se inspiran sus obras de teatro ‘Los justos’ y, sobre todo, ‘Los posesos’.
Y más de una década antes, el esloveno Vladimir Bartol publicó ‘Alamut’ (1938), que relata la historia de Hasan-i Sabbah, que a finales del siglo XI creó la secta de los asesinos o ‘hashashins’, precursora de los discípulos de Bin Laden y del Estado Islámico. En esta novela, el conocido como ‘Viejo de la Montaña’ revela a sus fieles más íntimos el principio nihilista que mueve su acción terrorista: «¡Nada es verdadero, todo está permitido!». La obra de Bartol es un alegato contra los fundamentalismos y totalitarismos.
La nada totalitaria, la de las mil caras, la hija de la muerte, se alimenta de un mundo real donde nada tiene sentido, nada tiene valor y todo tiene un precio. Esa nada que aspira a ser todo y amenaza el reino de Fantasía se camufla ahora tras una luenga barba, pero es la misma que antes vistió la camisa negra o azulona y desfiló tras una esvástica o una bandera roja. Es la historia interminable de la humanidad. Pero, como sostenía Gluksmann, «el nihilismo no es invencible».
(Publicado en el diario HOY el 15/11/2015)