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Del duopolio al oligopolio

Por fin terminó esta eterna campaña electoral, que arrancó hace año y medio con las elecciones europeas. Todas las encuestas apuntan a que las urnas enterrarán el bipartidismo y parirán el cuatripartidismo, que se barrunta como una etapa transitoria hacia un nuevo bipartidismo. Habrá cambio, pero será tranquilo, gane quien gane.

Hoy quizás disfrutemos de un ‘revival’ de la histórica noche electoral del 28 de octubre de 1982, en la que el PSOE de Felipe González asaltó los cielos, aunque no tardaría en caer a los infiernos. Descuiden, la monarquía, una vez se le ha lavado la cara y se le ha hecho un ‘lifting’, y la democracia representativa siguen atadas y bien atadas. A la Constitución se le dará una o dos manos de pintura y quedará como nueva; se firmará una reactualización o versión 3.0 del Pacto de El Pardo, la iglesia de Mammón firmará un nuevo concordato con papá Estado pero no se bajará de su altar privilegiado. Y todos tan contentos, o casi.

Entonces para qué votar, se preguntarán. Hay que votar porque es el poder que tenemos los que no tenemos poder. No hay que olvidar que la infraestructura económica que sustenta nuestra superestructura democrática representativa es el capitalismo. Por ende, el ciudadano siempre es tratado como un consumidor incluso por los partidos políticos. Por eso, el marketing ha suplido a las ideas y los programas en las campañas electorales. Lo importante no es lo que venden sino cómo lo venden.

Mas el poder que tiene el ciudadano-consumidor es que aún puede decidir qué elige o no, qué compra o no, qué consume o no. La empresa, sea política (los partidos) o económica, si no tiene clientes quiebra. Somos su razón de existir. Sin nuestro concurso no hay negocio. Y cuanta más competencia, más beneficiado saldrá el ciudadano-consumidor, porque tendrá más opciones para elegir. A más jugadores, más rivalidad entre ellos por contentarnos y captar nuestra atención.

En este sentido, siempre será mejor un oligopolio político que el actual duopolio ‘de facto’ que ejercen PP y PSOE, como este es mejor que el monopolio franquista al que reemplazó. No obstante, seguiremos lejos de la competencia (democracia) perfecta: la situación de un mercado donde las empresas carecen de poder para manipular el precio y se da una maximización del bienestar. En un mercado de competencia perfecta existe gran cantidad de compradores (demanda) y de vendedores (oferta), de manera que ningún comprador o vendedor individual ejerce influencia decisiva sobre el precio.

En nuestro mercado, hay muchos vendedores, pero en realidad solo dos se han repartido el pescado, incluidos los tribunales de la competencia encargados de vigilarlos, y nos han hecho pagar un precio muy alto. Ahora serán cuatro. También hay muchos compradores, pero la inmensa mayoría responde a un mismo estándar. La demanda, por tanto, es muy homogénea y, en consecuencia, la oferta. Los productos que se venden a ese hombre unidimensional se diferencian más en el envoltorio que en el contenido. Y las más de las veces nos acaban dando gatopardo por liebre.

Sin embargo, en el comercio, la estafa es un delito que castiga la Justicia, salvo en el sector político. El empresario político que miente y engaña es un indecente que debería ser sancionado o, incluso, ir a prisión, pero entonces muy probablemente nuestras cárceles no tardarían en hacinarse.

(Publicado en el diario HOY el 20/12/2015)

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