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Rita y Ana

La muerte física de Rita Barberá, la que pasó de ser la alcaldesa de España a la última de la fila, ha coincidido con su muerte política. Su muerte simboliza el fin de una forma de ejercer el poder más populachera que populista, más matriarcal que maternal, más ostentosa que ostensible. También es el epílogo de una época de ladrillos y gaviotas, de burbujas y excesos, la del milagro español que resultó ser un truco de ilusionismo, la edad de la inocencia de la que despertamos enfangados hasta las cejas en 2008. Y la Valencia de Rita quedará como el epítome de esa época en la que todas las madejas de corrupción conducían a la Gomorra levantina.

Con todo, ni Barberá era la mártir que ahora nos quiere vender el PP, que, no lo olvidemos, fue el que la defenestró para amarrar la investidura de su amigo Mariano, ni tampoco el demonio que nos quiere pintar Unidos Podemos. Era humana, demasiado humana, un ejemplo fáustico del alto precio que se cobra el mefistofélico poder. Por eso, como todos los muertos, la senadora valenciana merecía un respeto, y los morados se lo han faltado con su negativa a secundar en el Congreso un minuto de silencio en su memoria. Mala cosa es esa de confundir adversario con enemigo, de creerse santón y juez.

Ay, cuánto les queda por aprender a Iglesias y compañía de Marcos Ana, que falleció justo al día siguiente de Barberá. Como él mismo se retrataba, era un hombre sencillo, normal, al que la vida puso en algunas situaciones difíciles, «un hijo de la solidaridad». El vástago de Marcos y Ana nació Sebastián Fernando Macarro Castillo. Tenía 96 años, de los que él descontaba los 23 que pasó en las cárceles franquistas por ser comunista; fue el preso que más tiempo pasó entre rejas durante la dictadura. En la soledad de su celda perdió su juventud y se hizo poeta. La prisión fue su universidad. Ingresó en ella con 19 años y fue dos veces condenado a muerte sin pruebas acusado de tres asesinatos en Alcalá de Henares por los que ya habían sido fusilados otros compañeros. Le conmutaron la pena capital por 30 años de cárcel, a los que sumó otros 30 por publicar un periódico clandestino en el trullo. Salió en libertad, «virgen y mártir», aún un niño en el cuerpo de un hombre de 41 años, en 1961. A partir de entonces emprendió una campaña internacional contra la represión franquista y se erigió en un firme defensor de los derechos humanos y la democracia.

Amigo de Alberti, Neruda, Miguel Hernández o Saramago, Marcos Ana es un ejemplo de rebeldía y dignidad, que él entendía como ser fiel a uno mismo, un ejemplo que quiso transmitir a los jóvenes de hoy a través de su última obra: ‘Vale la pena luchar’, un «humilde manual» en el que, «sin rencor» y «sin venganza», alienta a seguir peleando por un mundo más justo. «El individualismo nos pierde. Nos resta fuerza… Siempre he pensado que vivir para los demás ha sido la mejor manera de vivir para mí mismo», escribe.

En manos de Marcos Ana, la poesía fue esa arma cargada de futuro que clamaba Gabriel Celaya; su poesía fue la de quien tomó partido hasta mancharse, poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que todos respiramos. Marcos Ana es la memoria histórica de los perdedores de la guerra. Frente a la torrencial y atronadora Rita Barberá, era una lluvia fina, una caricia de agua apenas sentida pero constante que acaba calándote hasta los tuétanos.

(Publicado en el diario HOY el 27 de noviembre de 2016)

blog personal del periodista Antonio Chacón Felipe

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