Para describir el mundo globalizado o «sincrónico» actual, el filósofo alemán Peter Sloterdijk recurre a la imagen del palacio de cristal, acuñada por Fiódor Dostoievski en la novela ‘Memorias del subsuelo’ (1864): una metáfora que remite al famoso gran recinto de la Exposición Universal de Londres de 1851. El escritor ruso creyó ver en dicho palacio la esencia de la civilización occidental como en un último concentrado.
Según cuenta Sloterdijk en su obra ‘En el mundo interior del capital’, Dostoievski reconoció en el monstruoso edificio londinense una estructura devoradora de lo humano, un contenedor de culto en el que los seres humanos rinden homenaje a los demonios de Occidente: al poder del dinero, al movimiento puro y a los placeres narcoestimulantes. Ese palacio alberga el espacio interior del mundo del capital, que no es un ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia dentro todo lo que antes era exterior. En definitiva, la metáfora del palacio de cristal ilustra bien lo que los economistas llaman «sociedad de consumo», una Babilonia horizontal en la que, como explica Sloterdijk, «la condición humana se convierte en una cuestión de poder adquisitivo y el sentido de la libertad se manifiesta en la capacidad de elegir entre productos del mercado o de producir uno mismo tales productos». Hablando en plata, tanto tienes, tanto vales.
En consecuencia, siempre y cuando dispongan de dinero, los habitantes del palacio disfrutan de una vida confortable y, por momentos, aburrida, dado lo previsible que es. Sin embargo, los desdichados, que son cada vez más, a los que la diosa Fortuna les da la espalda son invisibilizados, excluidos o expulsados. Y los otros, los de la periferia, los que sobreviven más allá del muro de cristal y nos miran con ojos suplicantes y anhelantes, tienen vetada la entrada si no tienen oficio ni beneficio; sólo una visa les abre todas las fronteras: la tarjeta de crédito.
En este sistema-mundo en el que el poder adquisitivo es la medida de todos los hombres-cosas, rige, por tanto, un ‘apartheid’ socieconómico que segrega la población según su capacidad de compra: entre campo y ciudad; urbanizaciones o residenciales de lujo y barrios obreros o suburbios; países desarrollados, en vías de desarrollo y subdesarrollados… Así el gran invernadero capitalista abarca apenas un tercio de la humanidad y un décimo de la superficie del planeta, lo que, según Sloterdijk, se explica por la imposibilidad de incluir a toda la humanidad en un sistema homogéneo de bienestar bajo las actuales condiciones técnicas, político-energéticas y ecológicas.
El problema es que cada vez más desheredados de la tierra están llamando a las puertas del cielo de cristal y solo caben dos respuestas: o bien se cambian las condiciones del sistema para poder acogerlos a todos, o bien se les deja fuera. Esta segunda opción es la que claman populistas como el estadounidense Donald Trump, el británico Nigel Farage o la francesa Marine Le Pen y que los ‘civilizados’ gestores europeos aplican ‘sotto voce’ o pagan a estados gendarmes como Turquía para que la apliquen, mientras dan lecciones de democracia y alertan sobre el auge del proteccionismo y la xenofobia. Mas esa no es la solución, porque no hay muro que resista eternamente la embestida de la desesperación y del hambre de justicia.
(Publicado en el diario HOY el 18 de diciembre de 2016)