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Desencanto utópico

Platón la forjó, Cristo la divinizó, Tomás Moro la bautizó y la Revolución francesa primero y los comunistas después crearon terroríficos monstruos distópicos al intentar hacerla realidad. Hablo de la utopía, palabra sumida en el descrédito desde la caída del muro de Berlín.

«Hay una crisis de utopías», como advierte Lucía Topolansky, vicepresidenta de Uruguay, en una entrevista publicada por ‘CTXT’. No obstante, la compañera de vida del expresidente José Mujica reivindica la utopía porque «hasta que no logremos que no haya un individuo explotado, vamos a tener motivos de lucha».

Igualmente la reivindica Claudio Magris, en su ensayo ‘Utopía y desencanto’ (1996), para resistir a «la posible victoria de un totalitarismo blando y coloidal» capaz de conseguir que «el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno». Un totalitarismo «que no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones». Esas que representan Macron o Ciudadanos, pero también Trump o Berlusconi.

Como dice el escritor italiano, el mundo no puede ser redimido de una vez para siempre y cada generación tiene que empujar, como Sísifo, su propia piedra, para evitar que esta la aplaste, pues utopía significa no rendirse a las cosas tal como son y luchar por tal como debieran ser. Sin embargo, matiza: necesitamos utopía unida al desencanto, a la toma de conciencia de que la redención, prometida y echada a perder por las utopías totalitarias, tiene que buscarse con más paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva.

La utopía da sentido a la vida porque exige, contra toda verosimilitud, que la vida tenga un sentido. El príncipe de Asturias de las Letras pone de ejemplo a don Quijote, que se empeña en creer, negando la evidencia, que la bacía del barbero es el yelmo de Mambrino y que la zafia Aldonza es la encantadora Dulcinea. Pero «don Quijote, por sí solo, sería penoso y peligroso, como lo es la utopía cuando violenta a la realidad, creyendo que la meta lejana ha sido ya alcanzada, confundiendo el sueño con la realidad e imponiéndolo con brutalidad a los otros». Buena nota deberían tomar de ello soñadores ‘estelados’ y nostálgicos de la camisa azul. Don Quijote necesita a Sancho Panza como Puigdemont a Junqueras. El fiel escudero se da cuenta de la fea realidad, pero «entiende que el mundo no está completo ni es verdadero si no se va en busca de ese yelmo hechizado y esa beldad luminosa».

Magris recalca que el desencanto corrige a la utopía; «es una forma irónica, melancólica y aguerrida de la esperanza; modera su ‘pathos’ (pasión) profético y generosamente optimista, que subestima fácilmente las pavorosas posibilidades de regresión, de discontinuidad, de trágica barbarie latentes en la historia». Para él es importante creer firmemente en algo sin fanatismos. Se acerca así al ironista liberal de Richard Rorty. Y, por boca de Henrik Ibsen, sostiene que pretender vivir es de megalómanos, que solo siendo conscientes de cuán arduo es aspirar a la vida auténtica podemos acercarnos a ella.

Mujica hace gala del mismo desencanto utópico cuando reconoce que «es posible un mundo con una humanidad mejor, pero tal vez hoy la primera tarea sea salvar la vida» en uno donde somos esclavos del mercado, pues, pregunta retórico e irónico, «¿cuál es la prioridad, trabajar y consumir o vivir?».

(Publicado en el diario HOY el 1 de abril de 2018)

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