La gran esperanza roja ha resultado ser un fiasco. Alexis Tsipras ha acabado haciendo todo lo que prometió no hacer antes de tomar el poder, pese a contar con el respaldo de una amplia mayoría de su pueblo, refrendada en el referéndum del 5 de julio. El primer ministro griego acabó claudicando ante el cerco de la Troika y firmando un ‘tratado de paz’ con condiciones draconianas que ni las que los aliados impusieron a Alemania en Versalles en 1919 tras la Primera Guerra Mundial. Como ha advertido el polémico exministro de Finanzas heleno Yanis Varufakis, el tercer rescate a Grecia, como los anteriores, está diseñado para fracasar porque es de imposible cumplimiento y la deuda griega es insostenible sin una quita, algo que saben hasta el FMI y el tesorero alemán y guardián de la austeridad en la eurozona, el severo Wolfgang Schäuble. Sin embargo, la zona euro, devenida en una versión actualizada y ampliada de la Confederación Germánica, persiste en la táctica de dar un patada para delante al problema, en vez de resolverlo de una vez por todas, porque los miopes señores del argamandijo están más pendientes de no perder votantes y conservar la poltrona en su feudo que del futuro de la UE, que pinta azul oscuro casi negro. Sí, porque el Viejo Continente camina a pasos de cangrejo por el laberinto que conduce a repetir errores del pasado. Y ya tenemos muestras históricas más que suficientes de cuáles son las nefastas consecuencias de una Europa desunida.
Europa vuelve a estar amenazada por el autoritarismo, que ha mutado en tecnocracia y ha cambiado la guerrera por el traje oscuro y la corbata y el poder de las armas por el poder del dinero. Una demostración de fuerza de ese poder ha sido la capitulación de Tsipras ante la resucitada Troika, un golpe de Estado de los acreedores en toda regla, como lo ha calificado Varufakis, y una llamada de atención a los vasallos del euro tentados de volar fuera de la jaula de oro diseñada por los hombres de negro.
Grecia, y acaso España, recuerdan cada vez más al alegórico Cádiz retratado por Albert Camus en la obra de teatro ‘El estado de sitio’. Como explican en el prólogo a la edición española sus traductores, Pedro Laín Entralgo y su hija Milagro Laín Martínez, aquel Cádiz es una ciudad regida y gobernada por un sistema político y social en el que algunos privilegiados viven sobre un pueblo pintoresco, simpático y resignadamente sometido al arbitrio tradicional de quienes lo explotan y lo mandan. Al inicio de la obra, Cádiz pasa de ese antiguo régimen a estar dominado por la Peste y la Muerte, dos poderes apocalípticos con los que Camus quiere representar el sometimiento de los hombres a la tiranía burocrática de la pura y absoluta razón. Bajo este nuevo régimen el hombre no puede hacer más que dos cosas: obedecer sin protestar a quienes sobre él imperan y aguardar con renovada resignación el fin de los días. Pero la rebelión y el abnegado sacrificio de un gaditano de pro, Diego, permitirán a sus conciudadanos instaurar un ‘tercer reino’ -¿la democracia?- en el que aunarán para siempre el amor a la vida, la libertad y la justicia. Los griegos confiaban en haber encontrado a su Diego en Tsipras, pero este les ha traicionado. Quizás tenga razón el Juez de la obra de Camus: «Todo el mundo traiciona, porque todo el mundo tiene miedo. Todo el mundo tiene miedo porque nadie es puro».
(Publicado en el diario HOY el 23/8/2015)