TREINTA años sin oír por el oído derecho. ¡Ve de una vez al sordólogo!, me gritaba a todas horas mi amable encargado. El otorrino dijo que era una cirugía sencilla. Le pregunté si él, que tiene más o menos mi edad, se operaría; me miró como si estuviera loco. Entonces intervino una residente muy dispuesta: ¡Pues yo me operaba! Su entusiasmo juvenil terminó de convencerme. He vuelto a oír cosas que tenía arrumbadas en el último trastero de la memoria y a gente a la que no querría haber vuelto a oír jamás. Ahora los nítidos berridos de mi encargado me recuerdan que hay una edad para cada consejo.