SINTIÓ QUE EMPEZABA A VIVIR de verdad cuando acabó la metamorfosis. Abandonó los restos de la crisálida, amainó la tormenta de emociones que le emborrascaba el cerebro y surgió nítido el horizonte de sus ambiciones. Era radicalmente rebelde, inalcanzablemente libre, rey absoluto de ese futuro que tanto ofrece solo a los jóvenes audaces como él. Ya no quedaban huellas de acné en su piel luminosa, sus labios encarnaban el esplendor de una vitalidad incontenible y sus dientes destellaban una blancura cegadora, después de tres sesiones de blanqueamiento por las que la madre había pagado trescientos euros. Y ahora que en su sangre hierve una sopa de hormonas pretenden los viejos que se quede en casa y esconda su dentadura perfecta detrás de una mascarilla. Sin el blanqueamiento quizá seguiría recluido. Sin el blanqueamiento quizá su abuela aún viviría.