Un padre, en eso me convirtieron mis hijos, en un padre.
Un padre que nunca fue tan valiente como sus ojos me hacían sentir cuando estaban asustados.
Un padre que se alegra de todos los éxitos de sus hijos, un padre al que sus hijos le enseñaron cómo afrontar sus equivocaciones, un padre preocupado, un padre que confía, un padre con la mano tendida.
Mis hijos me hicieron padre y nunca me pidieron que fuera el mejor.
A veces me llaman y no me hablan del tiempo. A veces nos abrazamos pero no para parar el tiempo que nos desgasta sino por el simple gusto de estar en nuestros brazos.
Y cuando los pienso o cuando disfruto de su presencia siempre añoro que podía haber sido mucho mejor padre, que podía haber sido más paciente, que podíamos haber perdido juntos mucho tiempo, pero no me entristece ese pensamiento porque tengo la certeza de que ellos, en el momento en que se conviertan en padres, miraran a su alrededor con ojos de padres, con corazón de padres y a partir de ese momento entenderán de qué material están hechos los padres.
Y, en ese preciso instante, se convertirán en mejores padres que su padre.
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