Seguro que pocos de ustedes saben que, entre las sociedades en las que uno podía invertir en el siglo XIX en Extremadura se encontraban algunas Sociedades de Tesoros.
El funcionamiento era fácil: cada uno de los socios se comprometía en aportar aquello que pudiese: dinero para la intendencia, especies para la búsqueda, el mapa del tesoro o la mano de obra para estar cavando durante días e incluso meses. Y empezaba la aventura. Si encontraban el tesoro, se repartía y ganaban todos. Si no se hallaba nada (que solía ser lo más habitual, todo hay que decirlo) todos perdían.
Una de estas primeras sociedades tuvo su sede en Herrera del Duque allá por 1843. Rebuscando entre las ruinas del Castello Velho tropezaron los pastores con ciertos cacharros romanos que enseñaron en el pueblo, en el que rápidamente se creó una sociedad entre varios vecinos que estaban convencidos de encontrar fácilmente “un gran depósito de oro y pedrería”. No hallaron oro ni piedras preciosas, aunque sí restos arqueológicos a los que no dieron excesiva importancia.
Según nos cuenta el cronista extremeño Vicente Barrantes, en 1878 surge otro grupo en Gata, en torno a un visionario que prometió el hallazgo de un tesoro arrojando al aire dos varitas de avellano cortadas la víspera de San Juan a la medianoche en punto. Cayeron estas en forma de cruz en el lugar donde se encuentra un enorme peñón, y allí mismo comenzaron las excavaciones con nulo resultado, ya que tuvieron que abandonarlas a la carrera cuando la enorme mole de piedra estaba a punto de desplomarse sobre los trabajadores, ocasionando desgracias en lugar de fortunas.
No había pasado ni una década cuando, entre los años 1884 y 1885 se creó una sociedad de lugareños de Villasbuenas de Gatadispuesta a encontrar de una vez por todas el gran tesoro enterrado en el paraje conocido con el evocador nombre de El Púlpito de los Lobos. Se contaba que allí había una bóveda subterránea a dos varas del suelo, sostenidas por cuatro enormes estatuas de reyes de oro macizo.
La recién nacida sociedad contrató, para localizar el tesoro, a un zahorí, quien señaló el lugar exacto donde estaba enterrado, pero subrayando empecinadamente que nadie dudase de la existencia del tesoro, ya que cada vez que alguien albergara la más mínima duda, el tesoro se hundiría un poco más.
Tras excavar cuatro metros no hallaron nada, achacándolo todos a que alguno de ellos había dudado en algún momento de la existencia del tesoro. Al no saberse quién era el culpable, se desató una terrible batalla campal en la que todos desconfiaban de todos. Hubo peleas con navajas y palos, y el asunto terminó nada menos que en un proceso judicial en la Audiencia de Plasencia.
Pero el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y más si la piedra es de un castillo en ruinas. Vicente Barrantes cuenta que en el último tercio del siglo XIX, se formó una sociedad de treinta aficionados en las ruinas del castillo de Miramontes, en Azuaga, “donde se asegura existir galerías subterráneas, que el vulgo supone llena de tesoros y acaso lo serán de objetos antiguos”.
Y es que este castillo siempre se ha visto rodeado por la leyenda de tesoros ocultos, y ya en el siglo XX Jose Romero Romero (alias Heliotropo) periodista de la localidad, recogía en 1933, en el diario La Libertad, como se desarrollaban en el castillo excavaciones particulares de otra sociedad de tesoros, “con la intención de descubrir algunas riquezas de las que se aseguran se encuentran sepultadas en aquellas ruinas”.
Dirigía estos trabajos una tal Faustino Ortiz Gallardo, un viejecito bajito y canoso que cobraba 10 céntimos la entrada a las excavaciones para ver los “descubrimientos” y poder autofinanciar la búsqueda de los tesoros. Los trabajos habían comenzado el 30 de mayo, y poco a poco, todos aquellos “socios” que aportaban a la sociedad la mano de obra, se habían cansado de trabajar sin frutos y se habían marchado. Otros llegaron a probar suerte y también abandonaron, y al cabo de un año hasta el pobre Faustino tuvo que abandonar pesaroso la búsqueda del tesoro de Miramontes.
Extraños ladrillos con indescifrables inscripciones, varias monedas de cobre, dos figuritas con la efigie de reina o virgen y tres grapas de oro fue lo único que consiguieron arrancarle al subsuelo del castillo. Desde entonces se sospecha que el tesoro del castillo de Miramontes sigue esperando al valiente que horade sus entrañas y aguante el envite a través del tiempo, soportando entre sus muros derruidos el sol de agosto, la lluvia de octubre y la helada de enero. Como sus mismas piedras.