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A los que buscan

«[…] Cadena SER. Servicios informativos. Buenos días, son las seis de la mañana, las cinco en la comunidad canaria. Este lunes, catorce de diciembre, amanecerá con un tiempo plenamente invernal donde se registrarán copiosas precipitaciones a lo largo de la península y Baleares. Canarias será la única zona del país donde el temporal de un respiro, esperando allí unas temperaturas máximas de veintiún grados y cielos ligeramente cubiertos. Mañana complicada también para las cifras de la Covid-19 tras el desastroso día de ayer, el peor desde el inicio de la pandemia, donde se sumaban tres mil cien nuevos casos confirmados y ochocientos setenta y siete fallecidos según reportes de Sanidad. Recuerden que continuamos en estado de alarma desde que se volviera a decretar el pasado…». La voz de la locutora enmudeció al momento de golpear el botón gigante del despertador. Seguía resistiéndose a tirar ese viejo trasto a pesar de que ya había olvidado en qué año exacto se rompió el botón que cambiaba la emisora. Quizás alguna de las veces que voló de la mesilla de noche al suelo en algún madrugón mal llevado, ¿quién sabe? Poniendo toda la voluntad de la que fue capaz se liberó de las cálidas mantas para incorporarse en la cama y recibir el inicio de un nuevo día. Agudizó el oído, pequeños golpeteos; pudo resolver rápidamente el misterio acercándose a la ventana inclinada de su buhardilla. La ausencia, aún, de luz exterior hizo que viera su reflejo en los negros cristales mientras éste se emborronaba y diluía entre las gotas de lluvia que ya comenzaban a amontonarse afuera. La locutora no se había equivocado.

Esperó con los ojos cerrados a que el fluorescente de la cocina dejara de tintinear y se abalanzó sobre su cafetera italiana. «Para un superhéroe, de una superdramática», la frase estaba desgastada pero aún era legible grabada en el metal de la cafetera; no fue un mal regalo, hace años, otra época. Abrió la tapa para asegurarse de que le quedaba al menos para una taza y vació su contenido en la porcelana. Dejó la cafetera de nuevo en la estantería no sin antes echarle un último vistazo a aquella dedicatoria, volvió a cerrar los ojos.

Abrió un cajón, otro, rebuscó en cada uno de los armarios heredados que tenía, pero su salvoconducto para ir a trabajar había decidido desaparecer en el peor día. Cuando se volvió a declarar el estado de alarma las grandes ciudades decidieron aislar de forma estanca sus distritos para intentar detener la propagación del virus. Solo había dos excepciones, por motivos laborales y por motivos sanitarios de fuerza mayor. Producir y estar sano para producir, en definitiva. Trabajaba en el cuerpo administrativo del Juzgado de Primera Instancia, lo que hacía que cada mañana tuviera que recorrer toda la ciudad rezando para que el metro no suspendiera el servicio debido a la acumulación de personas durante la hora punta. Por fin lo encontró, estaba encima del salero, ¿el salero?, desde luego iba a acabar perdiendo la cabeza. Repaso mental, llevaba su teléfono móvil, auriculares, la cartera, llaves, la única mascarilla de tela que le quedaba limpia y su mochila cargada con una tonelada de documentación de todos los tamaños. Su manía de llevar la mochila únicamente sobre un hombro hacía que éste le doliera a veces, pero después de tanto tiempo veía raro llevarla como es debido, por lo que se la volvía
a colocar a un lado; una antigua mala costumbre, demasiado cabezón consigo mismo. Se preguntó si haría frío, era diciembre, ¿qué probabilidades habría de que no? Volvió a abrir el armario y rebuscó para sacar su gorro de lana, marrón chocolate y con un pompón algo deshilachado en la parte de arriba. Siempre había tenido reparos en despeinarse con gorros, pero, desde que le dieron aquel, descubrió las ventajas que tenía no llegar con las orejas en carne viva a cualquier sitio por el frío. Salió por la puerta, no daba tiempo a su ducha mañanera, hoy sería otro día raro.

Las primeras luces del día dejaban ver un cielo encapotado, gris nostálgico, con unas nubes que avanzaban veloces como si compitieran entre ellas para ver cuál desaparecía primero de la vista del respetable público que se paraba a observarlas allí abajo. Nada más salir del viejo portal y pisar la acera le invadió el intenso olor del petricor producido por la lluvia; pensó que todo era mucho más bonito en los días lluviosos, todo adquiría un encanto especial, dispuesto solo a ser comprendido por quien estuviera preparado. Hasta el propio sonido de la ciudad cambiaba su registro bajo la lluvia, adquiría un tono más humano, más romántico, más de supervivencia… cuánto le gustaba el invierno. Auriculares, Te debo una canción, de Shinova, fue el tema escogido por el algoritmo para regalar a sus oídos así que, con satisfacción, giró sobre sus botas para enfilar el camino a la boca del metro, un par de manzanas más allá.

«USUARIO, PREVÉNGASE DEL COVID-19, EXTREME LA PRECAUCIÓN», «USE EL TRANSPORTE PÚBLICO SOLAMENTE CUANDO SEA IMPRESCINDIBLE», «PREPARE DOCUMENTACIÓN SI VA A CAMBIAR DE DISTRITO», eran las palabras que centelleaban cual luces de discoteca en las pantallas de información repartidas por los túneles del metro. No pudo evitar encontrar divertidas aquellas palabras y la contradicción perversa que suponían con la realidad; a veces no hay mayor distopía que el mundo real, y cómo asustaba aquello. Bajó el pequeño tramo de escaleras que desembocaban en el andén, desde el último escalón se quedó contemplando cómo una masa amorfa de personas se agolpaba esperando a poder entrar en los vagones. Hora punta, había llegado algo más tarde y no iba a poder coger la línea directa. Se acercó a uno de los paneles digitales que mostraban un pequeño mapa de las redes del metro, si tenía suerte podía coger una paralela y hacer transbordo para poder llegar a la otra punta de la ciudad. Se disponía a volver sobre sus pasos cuando se quedó observando a dos de las personas que componían aquella masa humana más cercana, eran un chico y una chica, parecían casi de la misma edad y estaba claro que ambos tenían una relación. La media sonrisa que se mantenían y la forma de mirarse, pensó, jamás podría mentir. Se estaban contando el día que les esperaba a cada uno y bromeaban sobre quién tendría que dar un masaje a quién, ella se apartó para dejar pasar a una señora mayor y luego ambos entraron en el vagón mientras las puertas se cerraban detrás de ellos. No puedo reprimir una sonrisa mientras contemplaba cómo el tren abandonaba el andén y se internaba en el pasaje oscuro. Se volvió a encajar los auriculares y comenzó a subir por las escaleras.

El andén de la otra línea estaba bastante más despejado, tanto que pudo sentarse en uno de los asientos que no estaban vetados y esperar allí a que viniera el metro. Llegaría algo tarde al trabajo, pero con las excusas oportunas, si tenía suerte, podría librarse de alguna reprimenda. Al fin y al cabo, no era culpa suya. El transbordo lo puedo hacer sin mayores problemas y ya viajaba de pie en el último vagón de la línea con la mano metida en uno de los asideros, más por descansar el peso del cuerpo que por necesitar sujeción como tal. Observó el indicador de paradas, una más y estaría en su destino; parecía que hacía siglos que había salido de su portal, vaya día largo se le iba a hacer.

El convoy clavó frenos para detenerse en la penúltima parada de la línea. Se apartó de la puerta mientras ésta se abría y poder dejar así espacio suficiente para los que entraran, que, por lo que se veía desde las ventanas, parecían bastantes. Puestos en marcha otra vez, se puso a observar a los nuevos inquilinos del vagón; caras largas, aletargadas, más conscientes dentro de su mente que en el mundo real. Un perfecto ejército de autómatas realizando automáticamente las tareas para las que han sido programadas. Una cosa buena del uso de las mascarillas es que todas las expresiones de contacto social se habían trasladado a la expresión de los ojos, la mirada. Si ésta ya era un espejo importante para leer a las personas ahora adquiría un valor fundamental. Aquel era un paisaje prácticamente gris, en todos los sentidos del término; demasiado uniforme salvo por una pequeña mota de color que destacaba dos filas de asientos más allá. Era algo rojo, ¿un libro? Sí que parecía un libro, se acercó un poco, lo suficiente para descubrir que aquel libro era sujetado por una persona, parecía muy concentrada en él, ajena a todo. Algo le hizo despertar curiosidad por aquella figura, simplemente le destacaba a los ojos; mágicamente extraño, pensó. Se fijó más en el libro, era su libro preferido, lo había leído tantas veces como lo había perdido —siempre había pecado de un excesivo despiste—, ya ni se acordaba la de ediciones que había comprado de él. Se sorprendió con una sonrisa tonta en la boca mientras miraba a aquella persona leyendo aquel curioso libro, ni siquiera le dio tiempo a quitarla cuando la figura levantó la cabeza y le miró. Se quedó un par de segundos escudriñándole antes de imitar su sonrisa y volver a sumergirse en el libro. No tenía claro si había sido de forma sarcástica o no, solo pudo apreciar lo que le parecieron unos intensos ojos de color marrón detrás de unas gafas, familiares. Poco más pudo observar cuando el tren paró en su última parada y todos sus compañeros de viaje se fueron agolpando para salir del vagón; mientras, él, seguía mirando sin moverse un asiento que ya estaba vacío.

Salió a la calle justo en el momento en que el cielo descargaba un aguacero que hacía que nadie permaneciera en el mismo lugar más de una fracción de segundo. Por alguna extraña y estúpida razón no había incluido un paraguas en su lista de cosas para llevar así que, resignado, no le quedó otra que inclinar la cabeza bajo la lluvia y meter como pudo la mochila dentro de su gabardina como si fuese un bebé al que es preciso tener protegido. Había perdido la esperanza de volver a ver aquel libro rojo entre la multitud pero, aun así, se permitió volver la vista alrededor antes de emprender el camino simplemente para comprobar que, efectivamente, aquella figuraba había desaparecido. No sabía qué le había despertado aquello; o, si lo sabía, no terminaba de comprenderlo. Pero ¿acaso quería comprenderlo? Su cabeza era un torbellino de pensamientos que iban y venían, como en aquellas películas antiguas grabadas en Super-8. Aun así, una imagen siempre se quedaba fija en su cabeza.

Como había previsto, la jornada había sido bastante larga. Apenas le quedaban energías más que para llegar a casa, dejarse caer en el sofá y quedarse medio dormido hasta que las excitadas voces de la teletienda le despertaran y le mandaran a la cama, como unos segundos padres. Caminaba fijándose en cómo la decoración navideña, que se había instalado hacía apenas una semana, iba encendiéndose poco a poco coloreando un húmedo paisaje urbano. Soplaba algo de viento, eso le hizo fijarse en el movimiento que hacía una valla publicitaria emplazada en una parada de autobús, anunciaba uno de los muchos conciertos que se habríanmdado en la ciudad en navidades si la situación no se hubiese agravado a esos extremos. Sobre la imagen del vocalista del grupo estaba pegada, en diagonal, una gran tira de vinilo roja donde podía leerse «CANCELADO» en letras blancas. Sintió algo de desasosiego, eran tiempos extraños. Asustaba normalizar cosas que ya no asustaban, y eso no solo se aplicaba en el mundo cotidiano.

Al torcer la esquina que introducía su calle se detuvo al escuchar un crujido. Miró hacia el suelo, debajo de su bota izquierda estaba atrapado lo que parecía un trozo de papel rojo. Haciendo caso omiso a cualquier recomendación de salud lo cogió, estaba arrugado y algo sucio, pero reconoció lo que era. Era la cubierta del libro, del suyo, o el de aquella persona ¿importaba eso? Sin embargo, no contenía libro alguno; era simplemente el papel escarlata de la cubierta que empezaba a brillar bajo la luz de las bombillas navideñas. Cualquiera que le hubiese mirado en aquel momento vería unos ojos completamente desencajados observando un mísero trozo de papel; sin embargo, los sentimientos que se agolpaban inexplicablemente detrás de esos ojos también eran inexplicables. Una ráfaga de viento hizo volar el papel unos metros escapando de sus manos. Dispuesto a volverlo a recuperar, éste voló unos metros más hacia delante, casi como una broma que le estuviesen gastando, o como si le estuviesen guiando. Volvió a intentar cogerlo pero, cabriola en el aire mediante, volvió a elevarse hasta perderse fuera de la vista, al fondo de la calle. Se quedó pensando cosas ya pensadas, inmóvil, curiosamente delante de su portal. Observó la puerta y, acto seguido, el final de la calle por donde había desaparecido aquel objeto. Volvió a mirar en estas dos direcciones, pero las cosas estaban ya pensadas. Se recolocó la mochila en el hombro y enfiló calle abajo en busca de aquel libro, o de quien lo sostuviera. Cualquiera que le hubiese mirado en aquel momento vería cómo desaparecía a lo lejos, firme, por el final de la calle, por el mismo sitio por el que lo hizo aquel papel, o algo más.

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