Natural de Ceclavín (1968), Julián Rodríguez es uno de los dos escritores (pienso también en Eugenio Fuentes) que, sin haber perdido su residencia en Extremadura –combinada con continuos viajes por medio mundo–, goza de mayor reconocimiento. Cabe recordar que su novela Ninguna necesidad (Literatura Mondadori, 2006) fue seleccionada por El País como uno de los mejores libros del año y obtuvo el premio Ojo Crítico de Narrativa.
Aunque también ha ejercido otras ocupaciones ocasionales, como las de diseñador gráfico, electricista, galerista de arte, pintor de brocha gorda o cocinero en el restaurante ‘Gabriel Bocángel’ ( ver páginas 33-39), el autor ha estado siempre ligado al mundo del libro desde sus juveniles labores frente a la revista Sub rosa. Actualmente dirige con éxito, en Cáceres, la editorial Periférica y ha prestado colaboración a múltiples empresas culturales, sin que olvidemos sus afanes como vicepresidente de la Asociación de Escritores Extremeños. Todo lo cual no le ha impedido ir labrando una cuidada obra narrativa, con títulos como Lo improbable (Debate, 2001), La sombra y la penumbra (Debate, 2002) o la que antes nombré.
Con Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (Caballo de Troya, 2004), que le mereciese el Premio Nuevo Talento FNAC, Julián Rodríguez comenzó el ciclo ‘Piezas de resistencia’, donde se incluye la obra aquí presentada. Estamos ante una serie de carácter autobiográfico, escrita para ofrecer memoria de las vivencias más hondas, especie de diario intelectual, en el que a las evocaciones íntimas se añaden notas de lectura, apuntes de viajes, anécdotas, autorretratos, precios de libros que no vieron la luz y reflexiones próximas a la antropología, la lingüística, la estética o la teoría literaria. Todo compuesto de modo fragmentario, alterando una y otra vez el discurso cronológico, siempre con una prosa depurada y con el cálido aliento de quien no renuncia a nada de cuanto vivió.
No es de extrañar que abra la obra una cita de Vicenzo Consolo en El olivo y el acebuche, si recordamos el alcance simbólico de los dos árboles: el segundo, silvestre, constituye a menudo el fiero tronco al que los campesinos injertan ramas de distintas variedades para obtener aceitunas de mayor calidad. Hombre y naturaleza quedan así indisolublemente vinculados mediante la «cultura».
Pocas palabras hay tan polisémicas como este término, con centenares de significaciones recogidas por los antropólogos. Como para su familiar «cultivo», se recurre siempre a la raíz latina del verbo «colo, colui, cultum», origen de nuestro «cultivar», mediante el que designamos todas las actividades de las personas, la «polis», frente a la «physis». Cultivo por antonomasia, hasta épocas próximas, fue el del campo, la «agricultura». A la misma se dedicaron los familiares de Julián Rodríguez en el norte cacereño. Junto a padres, abuelos, tíos… laboraría también el futuro hombre de letras durante la niñez, incómodo, según nos dice, ante el mundo rural cuyos estertores no se ocultaban. Los pasajes dedicados a recordar estancias infantiles u otras posteriores en Ceclavín o Las Mestas –la lucha por hacer tierra en Hurdes–, tienen para mí indeclinable atractivo. Apoyándose en Pasolini, Berger, Bataille, Maiakovski, Pasternak Kundera y tantos otros, sin excluir a Cervantes, nos entrega sus añoranzas, siempre críticas, de ese mundo que apareció con el neolítico y está siendo laminado por el microchip.
¿Se salvará, al menos, el paisaje, si desaparece el paisanaje ? ¿Hasta cuándo –podríamos cuestionar– será posible «escribir a los amigos sobre aquel río, sobre todos los ríos de la sierra…, sobre los castañares sobre los bosques de pino y los alcornocales, sobre lo que sólo podía definir como agreste, y que estaba más allá de la carretera y de los bosques, en lo alto, siempre hacia lo alto, donde acababan los cortafuegos?» (pág. 108). Frente a ellos, alternándose siempre con estudiada naturalidad, se suceden las evocaciones urbanas: Cáceres, París, Estambul, Madrid…, territorios que al autor le son tan naturales o tiene tan asimilados, si no más.
La obra concluye con un emocionante epílogo, ‘Dos días de agosto’, recuerdo de las últimas conversaciones sostenidas por el autor con su gran amigo Fernando T. Pérez González, catedrático de Filosofía y director de la Editora Regional de Extremadura, muerto el 26 de agosto de 2006.