Desde la fábula de Esopo sobre la oca que ponía huevos dorados, hasta el cuento de los hermanos Grimm cuyo protagonista , “El zoquete” – el mejor y a la postre el de mayor fortuna de los tres hermanos – encuentra una oca de plumaje áureo, la relación entre esta ave (sustituida a veces por la gallina) y el noble metal ha sido recurrente en la literatura. No excluyo que la obra de Ramírez Lozano (Nogales, 1950) esté también influenciada por esa tradición, pero su novela, fábula o cuento recurre más bien a las peripecias lúdicas del por todos conocido “juego de la oca”. Con las 63 casillas del tablero en que se tiran los dados se corresponden los capítulos del viaje que ha de realizar Lucas, el protagonista, desde Monsalud al jardín definitivo, donde encuentra la extraordinaria oca que le tocase en una rifa y se le había escapado .
El propio Lucas, un imaginativo adolescente, irá refiriendo la odisea. Si triunfa al fin, no es sino por su dominio de las palabras, único óbolo que le permitirá ir rehuyendo las dificultades múltiples de la azarosa carrera : puentes, ríos, pozos, posadas, cárceles, etc. sólo son superados a base de entregar a sus guardianes respectivos bellos vocablos, única moneda para ese viaje a Ítaca que a todos nos depara el hado.
El juego de la oca es por tanto un ejercicio lingüístico, pero a mí me parece más aún otra demostración sobresaliente de la enorme fantasía que a su autor distingue. Este joven personaje, posible primo del Alfanhuí de Sánchez Ferlosio (si bien en ocasiones recuerda al Lazarrillo), le ocurren aventuras inverosímiles; encuentra plantas y animales inclasificables; recorre territorios nunca imaginados; se relaciona con tipos insólitos; visita poblaciones ignotas y conocerá costumbres que ningún etnógrafo pudo nunca sospechar. No pocas de estas maravillosas realidades figuraban ya en el fabulario típico del escritor extremeño, capaz siempre de sorprender a los lectores con otro golpe de tuerca dentro de la misma mecánica. Lo suyo es, ante todo, jugar y divertir, convencido de que todo lo que pueda ser nombrado, existe, aunque muchas personas , limitadas por el cientifismo lógico, no alcancen a verlo.
Lucas sí es capaz de leer, unas tras otras, centenares de palabras que, escritas sobre el río, se perciben como un renglón de lumbre (pág. 21). Se da cuenta de que el solo saca punta a los carámbanos; escucha el lenguaje de las fuentes, junto a las cuales las ovoras ponen huevos de oro o los botorones desovan para los ojales y entiende a la molinera cuyos gatos le proporcionan anualmente seis cosechas de pupilas. Aprende a vadear ríos que, con querencia de manantiales, cambian de sentido y tornan a sus orígenes. Tan peligrosos son como los caminos que durante la noche desobedecen sus destinos, abandonan sus recodos y se salen de su trazado como si fueran animales (pág. 41). Para no perderse, por donde quiera que pisa, cual nuevo Pulgarcito, va dejando palabras testigo, algunas tan hermosas como”arinde”, “birimbao”, “endrino”, etc.,etc. Merced a ellas, hasta los paisajes esdrújulos resultan accesibles. Su pasión por los vocablos es parecida a la de Toral, que tenía cientos de latas puestas en hilera debajo justo del tendido telefónico, de manera que las gotas de lluvia bajadas de los cables golpeaban en los botes orquestando la más curiosa sinfonía. Y, si las fuerzas desfallecen, siempre será posible aliviar el desánimo con un cocido de ceros que los hospicianos prepararan a base de aguaceros, lapiceros, hechiceros…, hasta que resulta un cociente reconfortante. Como postre, los angelitos de la peluquería prepararán maravillosos “cabellos de ángel”.
Y así, al atardecer, cuando el sol saca punta a las sombras y dora los perfiles, hasta amansar el cansancio de las horas (pág. 96), Lucas tal vez logre nuevamente santiguar sus pupilas con el ampo de la lumbre que los ojos de la recobrada oca irradian.
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