Extremadura – lo recordaba un excelente estudio de Ricardo Senabre en línea con otro de Rodríguez-Moñino- , que padeció una secular carencia de empresas editoras, presume hoy de tener no pocas bien asentadas (al menos, dentro de cuanto permite un mundo económicamente en crisis y de profundas transformaciones técnicas). Aparte las institucionales, ahí están firmas como Universitas, Periférica, De la Luna Libros, @becedario, Avalon, Filarias, Littera libros, Carisma o Del oeste ediciones, sin olvidar a Beturia o Muñoz Moya, tan ligadas a la región. La editorial pacense donde se publica el libro hoy reseñado, Los libros del oeste, comenzó su andadura, lenta pero sin pausas, hace ya cinco lustros (1994) con tres obras importantes : Huír, de Jesús Delgado Valhondo; Camino de Jotán, de Gonzalo Hidalgo Bayal, y La agonía del búho chico, de Justo Vila. Después iría enriqueciendo sus fondos con firmas tan notables como las de José Saramago, Luis Landero, Julio Llamazares, José Saramago, Jesús Alviz, B.V. Carande, etc. La dirección tripartita de Pedro Almoril (técnica), Manuel Vicente González (comercial) y Ángel Campos Pámpano (intelectual) aseguraba el buen camino.
Precisamente al último, cuya ausencia tanto se sufre, dedica Luis Mateo (Villablino, León, 1942) este ensayo. Miembro de la R. Academia Española, Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica en dos ocasiones ; creador de un territorio fantástico (“Celama”, recuerdo paronímico de la “Comala” de su admirado Juan Rulfo), por donde discurren personajes imaginarios que a todos nos suenan, pocos como él para escribir este libro sobre su propia narrativa. Según hiciese José María Merino , otro escritor aquí homenajeado, en algunas de sus novelas (v.c. El Caldero de oro), Mateos reflexiona lúcidamente sobre las relaciones entre la realidad y la ficción (algo de lo que adelantase, como tantas veces, Calderón, en La vida es sueño). Vale repetir para Orillas de la ficción lo que Gonzalo Sobejano dijo a propósito de la obra antes citada, teniéndola por “la culminación española de la novela que reflexiona sobre su propia textura, sobre su ir haciéndose y deshaciéndose y sobre los confines de lo real con lo ficticio, logrando un complejo y sutil “reencantamiento” de la realidad” (“Metaficción” , en Ínsula, pp. 512-513, 1989).
Así lo hace el ensayista, deteniéndose en sus títulos principales. A la vez trata de explicarse sobre las razones de su temprana afición por el cuento, con claro origen en la literatura oral de su Valle leonés, así como el paso siguiente a la narración corta y luego, sin abandonar los subgéneros anteriores, a la novela, con algunas incursiones en el microrrelato. Este autor, que confiesa escribir por pura necesidad, analiza minuciosamente la urdimbre de sus principales textos, sin omitir la revisión de otros, como el citado Merino, Zúñiga (Largo noviembre en Madrid y Capital de la gloria) o Langares (Romanticismo). Macondo (García Márquez), Yoknapatawpha (Faulkner), Región (Benet), Santa María ( Onetti) Murania (Gonzalo Hidalgo) o Monsalud (Ramírez Lozano), Argónida (Caballero Bonald) , Celama o Comala se constituyen por razones similares, combinando ficción y realidad, en “la provincia del hombre, en ese universo extrapolado del tiempo que, sin embargo, contiene el tiempo, un tiempo muy concreto, histórico, sociológico, pero a la vez un tiempo simbólico que derrota su propia cronología para perpetuarse en la ejemplaridad de la fábula” (pág. 32).
Luis Mateo Díez, Orillas de la ficción, Badajoz, Los libros del oeste, 2010.