Metido ya en los setenta, airosamente llevados, Félix Grande (Mérida, 1937) prosigue su extraordinaria carrera literaria y la enriquece con obras cada vez más rotundas. Si hace bien poco facilitaba en el volumen Biografía (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011), aquí reseñado, toda su producción lírica, añadiéndole La cabellera de la Shoá, texto inédito hasta entonces, acaba de publicar otra entrega extraordinaria. Sale con un título poco original, pero muy expresivo. A estas alturas de la vida, el autor quiere rendir homenaje a cuantos constituyen el territorio más íntimo de los suyos por razones de sangre o admiración. Y lo ha hecho como mejor sabe este Premio Nacional de las Letras Españolas (2004): a través de la palabra poética. Porque poesía, y de la mejor, es lo que rezuma cada página de este Libro de familia, tanto en versos de bien diferente factura, como en prosa. El apéndice “La letra pequeña”, aunque redactado con los toques alógicos del surrealismo, permite recorrer con mayor facilidad esta arboleda en modo alguna perdida, antes bien aún airosa, fecunda y reconocible.
Por aquí irán transitando las personas que más peso han tenido en la vida de Félix Grande. Sus tres mujeres: Guadalupe, la hija, también escritora; Francisca Aguirre, la compañera Paca, recentísimo Premio Nacional de Poesía, y, sobre todo, la madre, figura a la que se recupera mediante recursos freudianos. Si, esposa sufrida de un represaliado por la dictadura militar, conoció desde bien joven “el papel principal que representan la piedad y el autoperdón en el oficio de vivir”, no siempre fueron fáciles las relaciones con el hijo, que ahora, al fin, consigue saldar un viejo pleito y besarla sin límites. Ya pueden decirse los madrigales del odio muerto. Todavía dentro de la consanguineidad, aparecen las poderosas figuras del padre, que finalmente pudo eludir el paredón, y del suegro, menos afortunado, a quien no sólo fusilan, sino que lo infaman con la “damnatio memoriae”: el pintor Lorenzo Aguirre fue desterrado del Espasa. De nada sirvieron las súplicas de sus tres hijitas ante la del General superlativo.
Pero Félix Grande tiene una familia acrecentada. Su música tribal es también para los dos autores a los que con mayor insistencia ha leído y admirado. En César Vallejo, el inolvidable Cholo, ve el prototipo de las personas junto a las cuales quiso aquél su suerte echar: los más humildes, los desheredados de la tierra, las víctimas de todos los “despojamientos”. ¿Y qué decir sobre Antonio Machado, la voz del inquietante hoy es siempre todavía? Más vale seguirlo por el exilio de Collioure, junto a la madre temblorosa que le recuerda primeros amores en las riberas de un Guadalquivir con delfines y pregunta insistentemente cuánto falta para llegar a Sevilla.
Ni podían faltar las gentes del cante jondo, los “jornaleros del flamenco”, bailaores y guitarristas (un guiño explícito a Luis Landero) que logran encontrar un lenguaje propio para expresar ese mundo de hambres, humillaciones, amoríos y poesía en el que se criaron. Un código con tamaña desnudez y belleza, que, no obstante – se irrita – algunos sabios (dígalo Andrés Segovia, por ejemplo) no han sabido entender. Félix Grande, que tan de cerca conoce ese mundo, les rinde la pleitesía más cálida, encarnándola especialmente en Tía Anica la Periñaca y sus turbadoras manifestaciones: “yo he tenío mu güeña estrella” (lo que a mí me recordó el “mi vida ha sido maravillosa”, del agonizante Wittgenstein, otro permanente sufridor) o “cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre”, insuperable definición del oficio.
Por lo demás, el libro cabalga en buena compañía. Hace el número 16 de una colección donde también han publicado, entre otros, Juan Gelman, Luis García Montero, Ángel González, Joan Margarit, José Emilio Pacheco, Luis Alberto de Cuenca, Caballero Bonald y Francisco Brines.
Félix Grande, Libro de familia. Madrid, Visor Poesía, 2011.