Salvador Seguí (Tornabous, 1886), llamado “Noi del sucre” por su afición a comer azucarillos, es figura mítica para los ácratas españoles. Recuerdo con qué veneración hablaban de él desde intelectuales ácratas como Juan Gómez Casa (autor en ZYX de una pionera Historia del anarcosindicalismo) o Abel Paz (biógrafo de Durruti), hasta trabajadores cultos y responsables, tal “El tío José”, andaluz que sentó cátedra rural en Entrerríos, donde falleció casi centenario. La muerte violenta del ya entonces célebre anarquista, abatido en Barcelona por los pistoleros del Sindicato Libre (1923), financiados por la patronal catalana, contribuyó sin duda a incrementar su fama entre los libertarios. Seguí, obrero de la pintura, fue uno de los principales impulsores de Solidaridad Obrera y secretario de la CNT en Cataluña. Más próximo a las tesis de Kropoktkin en El apoyo mutuo que a las violentas de Bakunin, admiraba la Escuela Moderna de Ferrer y defendía la formación intelectual como el arma más oportuna para la emancipación de la clase trabajadora. Sin discutir el de la huelga general revolucionaria, en principio pacífica, como la que ayudó a desatar el año 1917, aunque después se desarrollase por otros derroteros.
Menos conocido es que el templado noi compuso una novela corta, Escuela de rebeldía, en cuyas páginas daba libre curso a sus ideales. Lamentablemente, no pudo verla publicada. Lo mataron pocos días antes. Barcelona se había convertido en una ciudad temible, donde las pistolas entonaban sin tregua la canción de la muerte. Martínez Anido, el gobernador civil, las alentaba descaradamente (hubo días con más de treinta obreros asesinados) contra los líderes sindicales y pronto tuvo quien contestara.
En dicho ambiente se desarrolla la narración de Seguí. Juan Antonio, el protagonista, de espíritu romántico e inquieto (“es preciso que la gente luche, porque el que no lucha no vive: el agua encharcada se corrompe”) representa el tipo de militante obrero admirado por el autor. Para mayor identidad, según el paradigma de la muerte anunciada, lo hace morir junto a la Rierita en pleno auge del movimiento huelguístico. Justo en las proximidades, por el Raval, será también abatido Salvador Seguí. Aquel joven impresor, hijo de un terrateniente arruinado por ineptitud, emigrado desde Andalucía e irá convirtiéndose (la verdad es que no se explica muy bien cómo) en uno de los dirigentes populares con mayor prestigio. Las balas le partieron el corazón sin que él llegase a utilizarlas.
Escuela de rebeldía no es un relato de indiscutible calidad. El lenguaje es pulcro, diáfano y a veces pintoresco, pero la presentación de los personajes es excesivamente ingenua, estereotipada. Antes que a los imperativos literarios, su prosa responde a los expuestos por hombres como Felipe Aliz , otro revolucionario ácrata, en El arte de escribir sin arte reeditada , ha poco (Berenice, 2012). Lo que les importa no es tanto la belleza de la escritura, sino su virtud – real o imaginada – para defender ideas y conductas con un lenguaje y estructura narrativa llanos, al alcance de cualquiera. Con todo, resulta una novela interesante por su capacidad para componer un retrato sociológico de la capital catalana en aquellos convulsos años veinte del pasado siglo. Y, sin duda, para conocer mejor al Noi del Sucre y la ideología que encarnaba. Por cierto, un plus añadido en nuestros días es recordar cómo él, y lógicamente su trasunto, acordes con el lema de que los proletarios no tienen patria, se sitúan frente al independentismo catalán.
Salvador Seguí, Escuela de rebeldía. Cáceres, Periférica, 2012.