Ese raro espécimen que constituyen los bibliófilos (amantes del libro, según la etimología griega del término), abarca distintas variedades, no todas bien conocidas. Las hay de más larga proyección histórica, como el bibliógrafo, que se ocupa de describir las características y contenidos de las obras; el bibliómano o ladrón de libros (Periférica tiene en su fondo editorial Los amores de un bibliómano, de Eugene Field); el bibliocasta, empeñado en destrozar escritos propios y ajenos (tal vez para componer con los retales algún inaudito volumen); el bibliófago, que se los come o el bibliodoro, cuya placer consiste en regalarlos. A tan curiosa ralea, capaz de combinar en un mismo sujeto distintas subespecies, vale añadir el bibliótafo o sepulturero de libros.
Tal es el protagonista de esta curiosa narración, no exenta de fundamentos reales y que ahora se publica en castellano, traducida por Ángeles de los Santos. Su autor, L. H. Vincent (1859-1941), tuvo sobradas virtudes para escribirla. Natural de Chicago, fue crítico, editor y profesor de Literatura en varia universidades estadounidenses. Entre sus numerosas publicaciones, cabe recordar un conjunto de ensayos sobre creadores tan relevantes como W. Irving, E. A. Poe, W. Whitman, R.L. Stevenson o J. Keats.
Según demuestra en el primer capítulo de esta obra, conocía el caso de un “bibliótafo”, que bien pudo servirle como trasunto real del protagonista. Se trata de Richard Heber (1773-1833), hombre apasionado por formar y enriquecer una fantástica colección que llegaría a alcanzar los 150. 000 ejemplares. Infatigable hasta la muerte, ésta lo encontró catálogo en mano, redactando la solicitud de nuevos títulos. Dueño de distintas bibliotecas donde albergar tan enorme depósito, fue alguien de reconocida generosidad: “el culto y curioso, ya sea rico o pobre, tiene acceso libre a mi biblioteca”, dice que fue para él norma de conducta. Pero su máximo placer consistía en llevar a un enorme almacén las piezas codiciadas, sobre todo si eran ediciones especiales (no necesariamente las primeras), “sepultándolas” allí, como en una gran tumba.
Así se conduce también el personaje central de esta novela corta (cien páginas), un cazalibros obseso, con enorme cultura, trabajador infatigable y gran sentido del humor. Al hilo de peripecias experimentadas por medio mundo, sobre todo en las librerías de antiguo y de lance, el lector va siendo placenteramente informado de cuanto hace referencia a las apreciadas frutas de Gutenberg. Tenía también otra singularidad: buscaba con la misma pasión el autógrafo de los grandes escritores, siempre que éstos se lo firmasen en obras propias (no en cuadernos, folios u otros soportes ocasionales).
En realidad, quien abruma con los conocimientos sobre libros, poesía, historia y otras ramas del saber es León H. Vincent, sin hacerse en modo alguno pesado. Algunas de las observaciones son realmente ingeniosas, como cuando describe al arquetipo del “depositario involuntario” (pp. 78-81), la persona a quien otros le endosan un libro urgiéndole pronta lectura para obtener la opinión, tal vez la crítica o el apoyo (enfadándose quizá si no recibe del asaltado lo que de él esperaba).
No sé qué habría sido de figuras como Heber o su trasunto literario en los tiempos del ordenador, los catálogos por email, el libro electrónico, las bibliotecas virtuales o la nube informática. Lo cierto es que la novela, publicada en 1898 (el año que da nombre a toda una generación hispana) e inédita hasta hoy en castellano, demuestra poseer suficientes virtudes para ser tenida como un pequeño gran clásico de las letras norteamericanas. (Y cuántas veces me ha traído a la memoria las figuras de grandes “bibliótafos” extremeños, como Arias Montano, Bartolomé J. Gallardo , Vicente Barrantes, A. Rodríguez-Moñino o Mariano Encomienda, constructores de impagables “tumbas” de papel en El Escorial, La Alberquilla, Guadalupe, la madrileña calle San Justo o los sótanos de Santa Ana en Almendralejo ).
Leon H. Vincent, El bibliótafo. Cáceres, Periférica, 2015.