De cuantos goces aún nos resultan posibles, el placer de contemplar el paisaje, especialmente en primavera y otoño, es el más asequible, satisfactorio y completo, pues en él participan todos los sentido. Sólo hay que dejarse conducir por lo que la naturaleza pone ante nuestra vista, proclama Joaquín Araújo, ese hombre, empeñado cada mañana en emboscarse, abrirse a los olores, colores y sonidos del hábitat rural, permitir que los campos y bosques le besen los labios del espíritu., comulgar con gente como el Einstein asombrado ante una simple brizna de hierba tenida como el mayor de los prodigios.
Si Araújo escribe este auténtico tratado de mística profana con tanta autenticidad, es porque viene practicando desde la juventud la admiración fervorosa ante el gran espectáculo de los entornos naturales, cuyos secretos bien conoce. Autor de un largo centenar de libros e innumerables artículos, se vanagloria más por haber plantado hasta ahora 24.500 árboles, justo los días que lleva vividos. Primer español premiado con el GLOBAL 500 de la ONU, sólo él ha obtenido dos veces el Premio Nacional de Medio Ambiente, aparte otras muchos galardones relacionados con la defensa de la biodiversidad. Es Medalla de Oro de Extremadura y miembro de su R. Academia de las Letras y las Artes.
“Mantengo que contemplar el paso de la vida sobre la piel del mundo es no sólo sosegante y hasta divertido, también culto y, por supuesto, éticamente insuperable… también uno de los mayores placeres que se puedan experimenta”, proclama en los preludios de esta obra. Dividida en siete partes (número no casual), cada una de ellas está dedicada a algunos de sus mejores amigos, entre los que figuran poetas de tan general reconocimiento como Jorge Riechman (a quien se debe el magnífico prólogo), Antonio Colinas, Luis García Montero o Juan Carlos Mestre, junto con el pensador José Antonio Marina.
Y es que El placer de confesar rezuma poesía y carga filosófica. En sus páginas alternan los aforismos, cargados de las más hondas reflexiones, con poemas de diferente composición, entre las que sobresalen los haikus. A través de los primeros, siempre sumamente incisivos, va desarrollando sus intuiciones, dejándose caer como mansa lluvia, para concentrarlas de repente en la suprema brevedad de la celebrada estrofa japonesa.
Dominado por la pasión lingüística tanto como por la red de redes que el bosque se le antoja, Araújo se deleita con el uso de voces telúricas, términos ancestrales (mieras, piornal, besana, chisporroteo, lontananza, humus, esfayadero, cachorra, cárabo), a los que exprime toda su carga semántica en la construcción de bellísimas imágenes, con singular atención a las sinestesias múltiples. Junto a ellos, surgen sin sobresalto los neologismos (coaching, kegel, fenología, icástico/estocástico), útiles unos y otros para facilitar “atalantarse” según las ocasiones(la palabra “testigo” , la más significativa del escritor).
Alguien capaz de percibir la sonrisa del aire entre los labios que las hojas del chopo se le figuran; cuyos tímpanos afinados son nidos de armonías y confiesa que la mejor almohada es el canto de las aves al amanecer, puede permitirse aleccionarnos sin caer en moralinas inhibidoras. Sus proclamas contra el ruido, “la basura que no pesa”; las llamadas de atención ante un planeta al borde del abismo por la estupidez iconoclasta del hombre; el convencimiento de que ninguna de las redes sociales une a la trama de la vida como la lenta contemplación de las luces de la dehesa, le surgen con la naturalidad de lo sinceramente practicado día tras día. Se agradece que nos facilite los caminos para obtener esas dieta visuales merced a una sabia, libre, solidaria contemplación.
Joaquín Araújo, El placer de contemplar. Barcelona, Eidtorial Carena, 2015