Natural de Salvaleón (1951), Doctora en Filología, Licenciada en Periodismo y Catedrática de Literatura, Juana Vázquez ha escrito ensayos (El Madrid de Carlos III, El costumbrismo español en el siglo XVIII, Zugazagoitia precursor de la novela social, San Juan de la Cruz, Las costumbres de la Ilustración, El Madrid cotidiano del siglo XVIII); novelas (Con olor a naftalina, Tú serás Virginia Woolf) y poemarios (Signos de sombra, En el conflicto del nombre, Nos+otros, Gramática de la Luna, Escombros de los días, Tiempo de caramelos). Ha ejercido la crítica literaria y el análisis sociológico en importantes medios nacionales (Diario 16, ABC, El País, Cuadernos del Sur y, por supuesto, en HOY), siendo frecuente su presencia en congresos, tertulias, mesas redondas, recitales y todo tipo de encuentros culturales. Colaboró asiduamente en Oeste Gallardo, el boletín de la Unión de Bibliófilos Extremeños, para el que llegaría a entrevistar a un gran número de los más importantes escritores nacionales. Alguna vez sugerí que, reuniendo dichas colaboraciones se tendría una muy enjundiosa Historia de la Literatura española contemporánea.
Lo primero que llama la atención de esta su nueva obra es la contundencia formal de la misma. Impresiona enfrentarse a esos dos largos millares de versos, distribuidos en casi un centenar de poemas, todos los cuales guardan rigurosa unidad: la propia Juana Vázquez es el tema único. Mujer que venía acumulando multitud de horas semanales de aula, archivos, estrados, pupitres, ordenador y calle (sin olvidar las de mercado, cocina, cafés y tabernas), el reloj de la sangre parece exigirle un alto en tan frenética actividad. Y como, ante todo, se sabe “poeta por prescripción facultativa” (pág. 13), no puede menor de recurrir a la voz lírica para componer estas reflexiones sobre su propio yo y cuanto le está sucediendo. Es verdad que todo no va ser ese “yo, mí, me, conmigo” ahora casi ineludible, esforzándose a veces por percibir los ecos del mundanal ruido. Pero serán momentos coyunturales, para volver casi de inmediato al autoanálisis, la investigación de la propia intimidad, ese ego que todos hemos confirmando a lo largo de nuestra más o menos feliz existencia.
Sorprenderá que la autora se perciba una y otra vez como un sujeto sumido en la melancolía (el término más recurrente del texto), las dudas, la indolencia, el tedio, la autocompasión y demás sentimientos negativos. ¿Cómo convivir con esos estados psicológicos alguien que se reconoce “brusca reivindicativa insolente/descarada transgresora/políticamente incorrecta” (pág. 46), según los parámetros que han ido conformando su conducta? Desde luego, no será fácil convertir en Penélope a quien se intuye mucho más cercana a Ulises, “lujuriosamente viajera”. La cafeína, el tabaco, el whisky, algún cubatita sola o acompañada, un paseo por ciertas calles de Madrid, ayudarán tal vez a restablecer los ánimos y resistir las lides de todo los días. Y, sin duda, tendrá siempre a mano la pasión por el lenguaje, el impulso irresistible de la palabra poética (la minúscula, por favor), que vuelve a suscitarse con entera pujanza incluso cuando se la pudo dar por definitivamente ensordecida, un bullicio desenfrenado que se impone como el relámpago en el cielo.
Y es que Juana Vázquez confiesa: “No sé acompasarme a las horas de luz y oscuridad/ a lo vertical y horizontal/ pues no vivo/ Yo no vivo/. Mi vida la vive la errática y loca poesía” (pág. 115). ¿Quién querrá perderse confesiones como éstas?
Juana Vázquez Marín, El incendio de las horas. Madrid, Huerga&Fierro, 2015.