Que una novela con apenas medio centenar de páginas pueda erigirse en un
vitriólico retrato de toda una época, la de la burguesía británica decimonónica, sólo
estuvo al alcance de plumas muy privilegiadas, como la de William Makepeace
Thackeray (Calcuta, 1811 – Londres 1863). Aunque nacido en la India, se educó en
Londres y Cambridge. Por razones de estudio o trabajo (heredó una gran fortuna),
conoció también Francia y Estados Unidos, convirtiéndose pronto en un fecundo
escritor. Con Charles Dickens, se erigirá en la gran dupla del realismo inglés. Tres
características fundamentales distinguen sus obras: habilidad en el retrato de los
personajes (banqueros, políticos, periodistas, comerciantes, funcionarios,
abogados, cocineros, mayordomos, amas de casa, señoritas, canosas abuelas, etc.);
brillantez en la composición de los argumentos y un humor corrosivo (quizás hoy
más próximo a la ironía que a la risa).
Así se percibe en este relato corto, excelentemente traducido por Ángeles de los
Santos y editado en Periférica, que ya publicase (2014) otro texto de Thackerary,
La historia de Samuel Titmarsh y el gran diamante Hoggarty. Las dos novelas más
prestigiosas del autor son La feria de las vanidades (libro por entregas
protagonizada por Becky Sharp, una arribista sin escrúpulos) y Barry Lyndon
(historia de un granjero irlandés, llevada al cine por Stanley Kubrick).
Berlanga o Buñuel habrían sido idóneos para hacerlo con Una cena en casa de los
Timmins. Los comensales convocados por la señora Timmins en su casa de Lilliput
Street, callejita próxima Hyde Park, habría permitido grandes juegos a los dos
directores españoles. Parienta del conde Bungay, esposa de un abogado
complaciente, mujer bastante simple, la dama se empeñó en organizar una comida
donde lucir que también su familia merece figurar entre el encopetado señorío de
la alta burguesía londinense. Ningún sacrificio le parecerá poco para lograr el
éxito. Sólo que no ha tenido en cuenta las pocas posibilidades, ni siquiera las
económicas, que en verdad le asisten para quedar bien ante tan ácidos invitados,
una veintena (en el salón sólo caben cómodamente diez) de supuestos “amigos”,
que despellejarán a los Timmins sin piedad alguna. Servicios, cocineros y maître
contratados en búsqueda de mayor lucidez, contribuirán bien poco al lucimiento
proyectado. Para colmo, un cúmulo de azares convergen en arruinar la velada
(incluso la lámpara del comedor se vino abajo)… y la propia economía familiar. El
lector lo intuye desde las primeras páginas y asiste desolado al desarrollo de los
acontecimientos, por otra parte previsibles, con más compasión que risas ante
tamaña desmesura.
Enorme sátira de la sociedad capitalista (Inglaterra fue la cuna), la obra no ha
perdido vigencia, seguramente porque en el Occidente rico (quizás no tanto como
nos creemos sus privilegiados detentadores), las figuras de míster y lady Timmins,
en lugar de desaparecer, se han multiplicado por todas partes. Puede que incluso
nosotros mismos los encarnemos total o parcialmente. Tampoco resulta difícil
localizar paradigmas de sus sardónicos invitados. La novela retrata un mundo
todavía, por desgracia, bien vigente. Es lo que consiguen los grandes de la
literatura: hacer que sus escritos se conviertan en ucrónicos y atraigan de la misma
forma a hombres y mujeres de cualquier época. Esa es la virtud de los clásicos.
William M. Tackeray, Una cena en casa de los Timmins. Cáceres, Periférica, 2016