Pablo Jiménez (Navalmoral de la Mata, 1943) es un espíritu clásico. Lo saben cuantos conocen las predilecciones del creador en música, pintura o literatura, artes que de ningún modo le son ajenas. Su último poemario trae inmediatamente a la memoria un libro compuesto a finales de la Edad Media, del que se harían numerosísimas ediciones en toda Europa. Compuesto por un fraile, aquel Ars moriendi del siglo XIV proporcionaba al moribundo luces para bien digerir el trance último. Enseñándole que la muerte no es un mal definitivo, le procuraba remedios contra las tentaciones escatológicas, tales como la falta de fe, la desesperación, la impaciencia o el orgullo espiritual, adoctrinando también a los familiares sobre el mejor comportamiento ante el lecho del casi difunto.
No busca tal fin el de Pablo Jiménez, aunque de alguna manera podría alinearse el extremeño entre los epígonos del dominico medieval. Abre su obra Javier Magano con un amplio preliminar, también de título latino, Vita mortales, mors vitalis. Este juego de palabras, apoyadas en el oxímoron, viene a recordar otro de Cioran, a quien los dos escritores, prologuista y prologado, respetan: “Sólo fuera del paraíso hay destino”.
La obra se estructura en dos partes o cuadernos, bien diferenciadas, cada una de ellas con ricas proliferaciones. La primera, “El ciego en su laberinto”, se subdivide a su vez en tres: “ars moriendi”, “prosas crepusculares” y “tres historias sagradas tras una introducción”. Entre los poemas de la inicial, todos de llamativa extensión, figuran “Residencia geriátrica”, cuyo sujeto lírico es un anciano con el pie ya en el estribo, y “Cumpleaños”, con el que el autor evoca un viaje a la Alta Extremadura donde el poeta vio la luz (¿también la última?). Verso y prosa alternan después, con similar perfección, la segunda más apta para evocaciones telúricas, como: ”Y resucitan, nítidos en lo oscuro, aquellos pueblos, sus inviernos… Nieblas impenetrables que impedían el ascenso del humo y atosigaban ojos, zaguanes, doblados…Cestos de enea llenos a revenar de aceitunas verdinegras…” (pág. 53), siempre bajo los ojos vigilantes de la madre amorosa. Hasta culminar en la paráfrasis lírica, un punto burlona, de tres historias bíblicas terribles, relacionadas con la muerte: la de Caín y Abel; el sacrificio de Isaac, suspendido en el último instante, y el de la hija de Jefté, incomprensiblemente consumado.
El cuaderno segundo, “levedad de la síntesis”, lleva un inconfundible subtítulo: “33 sonetos ocasionales”. Según la acotación oportuna, los fue componiendo el poeta entre los años 1965-2011. Han sido seleccionados entre los varios centenares que el autor ha escrito durante ese periodo, “las más de las veces sin otra pretensión que un mero ejercicio de adiestramiento en el dominio de la síntesis conceptual y en el rigor de la versificación y la cadencia”, se nos dice en los preliminares (pág. 87). Reconozcamos, dada la calidad del producto, que el aprendizaje fue sumamente fructífero. Cumplen a la perfección el consejo de Horacio, en la Epístola a los Pisones (y volvemos a lo del clasicismo de Jiménez, tan amante él de Garcilaso): Non satis est pulchra ese poemata; dulcia sunto/et quocumque volent animum auditoris agunto. (No basta con que sean bellos los poemas; han de ser atractivos y capaces de llevar el ánimo del oyente adonde quieran).
Dotado de una fuerte personalidad y honda cultura, espíritu libre y atrevido, iconoclasta en no pocas ocasiones, ética y estéticamente riguroso, Pablo Jiménez es un escritor que suscribe sin pretender epatarnos el vero de Vallejo: En suma, no poseo para expresar mi vida, sino mi muerte.
“Qui potest capere, capiat”. O, lo que es lo mismo, “ahí queda eso”.
Pablo Jiménez, Ars moriendi. Madrid, Beturia, 2015.