Nos ha parecido oportuno concluir este curso 2015-16 de “Trazos”, antes de la interrupción veraniega ya habitual en el suplemento, con este apunte sobre una obra clásica para los bibliófilos. Agradezco mucho la noticia de su reedición y el ejemplar correspondiente a otro hombre tocado por el amor a los libros, Arturo Sancho, que me lo ofreciera cuando presentábamos en la R. Sociedad a Amigos del País pacense, De cosas extremeñas y algo más, del canónigo Arturo Sancho (Badajoz, 1ª,2013; 2ª, 2016).
William Blades (1824-1890) fue un muy reconocido editor y bibliógrafo inglés, especialista en incunables y gran estudioso de William Caxton, el primer impresor británico, sobre el que escribiría un extenso trabajo. Fundador de la Library Association de Reino Unido (1877), fruto de la Primera Conferencia Internacional de Bibliotecarios, Blades dedicó esta su obra más célebre “a los bibliómanos, bibliófilos y bibliofrénicos, y con una especial maldición contra los bibliópatas y bibliocastas”. Acerca de los máximos representantes históricos de tales especímenes versan estas páginas, plenas de erudición. Las publica, exquisitamente, Fórcola, y en el colofón se recuerda que con este nombre se designa “la parte más hermosa de la góndola veneciana, realizada en madera, en la que el gondolero apoya el remo para maniobrar. Una auténtica fórcola se talla, de forma artesanal, sobre la curvatura natural del árbol, por eso no hay dos fórcolas iguales”. No es mal lema para unos talleres tipográficos. Pone prólogo alguien que mucho sabe sobre libros, Andrés Trapiello y lleva también un encomiable preliminar del Dr. Richard Garnett.
Como ya sostuvo nuestro Bartolomé J. Gallardo, Blades defiende que los libros constituyen patrimonio imprescindible para el progreso de los países. De ahí la importancia que su conservación encierra, aunque, lamentablemente, el desarrollismo estúpido del XIX estaba destrozando millares de textos hasta entonces conservados en condiciones más o menos felices. Según el autor, los agentes más perniciosos en esas labores destructivas son: el fuego, el agua, el gas y el calor, el polvo y el abandono, la ignorancia y el fanatismo, la polilla, los encuadernadores, los coleccionistas, los niños y los criados. A cada uno dedica el capítulo correspondiente, con el humor típico de sus paisanos. De ser español, podría haber añadido en la época los responsables de las desamortizaciones o carreteros como los que hacían candela en el camino con las obras trasladadas desde Guadalupe a Cáceres. (Para hoy añadiría a los xenófobos de Sarajevo; el cierre de cenobios y monasterios despoblados; los compradores de pisos antiguos, que malvenden a la chatarrería sus “inútiles” bibliotecas o los jóvenes herederos, capaces de tirarlas a cualquier contenedor, visto el lugar que los libros exigen y su propia incapacidad con la lectura en papel. Para medir las repercusiones del libro electrónico en la desaparición de los volúmenes clásicos, aún faltan perspectivas).
De cualquier forma, hace muy bien Trapiello en subrayar que lo más importante no es conservar el libro, sino leerlo. Claro que sin lo uno, no puede darse lo otro. Sin duda, el proceso creciente de digitalización tanto de manuscritos (v.c., los hallados en las once cuevas de Qumram) o impresos (v.c., la “Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes”, entre muchas fácilmente localizables en la red) constituye el mejor antídoto contra los enemigos señalados por Blades. Drox-box impedirá la deglución de gusanos y ratas o que funcionen fuegos como los encendidos por neófitos (ver Hecho de los Apóstoles, 19,34), musulmanes fanáticos, inquisidores y conquistadores hispanos, calvinistas ginebrinos, nazis, estalinistas, et sic de coeteris).
William Blades, Los enemigos de los libros. Madrid, Fórcola, 2016