Tan trágica como la del protagonista de La Presa, aunque por razones, muy diferentes, fue la vida de Irėne Némirovsky. Natural de Kiev (1903), abandona la Rusia bolchevique para establecer en París (1919) con sus familiares, ricos banqueros judíos. No fue la suya una infancia feliz, como tampoco la del joven Daguerne, el personaje de la narración, que tanto me recuerda al Julien Sorel de Rojo y Negro, la gran obra de Stendhal. Políglota consumada, Némirovsky obtuvo la licenciatura en Letras por la Sorbonne, comenzando pronto precoz carrera literaria, hasta convertirse en figura reconocida de las letras galas. Escritores tan exigentes como Jean Cocteau o Paul Morand no le escatimaron elogios.
No obstante, el régimen de Vichy le denegó repetidas veces la nacionalidad francesa. Casada con Michel Epstein, también judío, su conversión al catolicismo no impediría que fuese deportada (1942) a Auschwitz, junto con su esposo. Ella falleció de tifus; él murió en la cámara de gas. Dos hijas sobrevivieron gracias a la ayuda de personas valientes. Ambas conservarían inédita una novela de la madre, Suite francesa. Publicada en 2004, obtuvo un enorme éxito (fue Premio Renaudot a título póstumo, y el Libreros de Madrid 2016), siendo traducida a casi medio centenar de idiomas.
La Presa (La proie) había visto la luz el año 1938. Por entonces, Francia sufre aún las consecuencias de la gran crisis económica desencadenada a partir de 1929 y sus políticos no parecen capaces afrontarlas. Más aún, según los pinta aquí Némirovsky, constituyen una casta egoísta, corrupta y de escasas virtudes intelectuales. Eso explica el triunfo, aunque sea coyuntural, de un hijo de la “banlieu” de París, guapo, extraordinariamente ambicioso y sin escrúpulos, dotado de una enorme sagacidad innata.
Con todo, lo mejor de la novela no es el retrato de aquella sociedad, ciega ante el peligro nazi, sino los análisis sicológicos de sus personajes, especialmente el de Jean-Luc Daguerne, todo un paradigma de la condición humana. Tal vez su trágico final, sin duda previsible, se produce injustamente cuando en aquel hombre egocėntrico e implacable, había comenzado a generarse otra conducta a partir de un nuevo amor, ahora mucho más limpio que el que antaño lo llevó a casarse con la hija (tan atractiva, cuanto ñoña) de un poderoso banquero en busca del trampolín sociopolítico.
La Presa no remite a la población reclusa, sino al cebo con el que los más espabilados engatusan a sus congéneres para utilizarlos en su propio beneficio. Aunque no siempre les salgan bien los cálculos y, a la postre, el suicidio se imponga como la salida única. Quizás ni eso sirva para detener a otros más jóvenes e igualmente depredadores. Dígalo, si no, el propio hermano menor de Daguerne. La vida continúa. Nadie aprende en cabeza ajena. Bien lo ejemplifica la obra de Némorovsky, cuyo ágil estilo sabe respetar el traductor, José Antonio Soriano Marco.
Irėne Némirovsky, La Presa. Barcelona, Salamandra, 2016