La pasada primavera, recibía la LegIón de Honor en Rennes, donde reside, una atractiva anciana: Magda Hollande-Lafon (Záhony, Hungría, 1927). A sus noventa años, esta mujer judía, criada entre familiares no creyentes, continúa ofreciendo testimonio de los horrores que hubo de sufrir en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau (allí gasearon a su madre y hermana), Ravensbruck, Zillerthal, Morgenstern y Nordhausen (en este último se fabricaban piezas para las temibles V1 y V2). De todos lograría escapar merced a la combinación de suerte, valentía y astucia. También a increíbles rasgos de generosidad que pudo recibir en el infierno nazi.
Luego hubo de recomponer su cuerpo y espíritu destrozados, dispuesta al perdón, pero no al olvido, decidida a ofrecer su testimonio sobre los horrores del Holocausto, pero dispuesta a combatir los factores que condujeron a tan espantosa tragedia. Diplomada en Psicología infantil, con cuatro hijos y numerosos nietos, convertida a la fe católica sin renunciar a sus raíces étnicas, pocas voces tan acreditadas como la de esta escritora.
“Es Vd. una mujer con un recorrido excepcional, que encarna la compasión, el humanismo y la esperanza. Lejos de cualquier espíritu de odio, es Vd. una gran constructora de paz”, declaraba el general Christophe de Saint Chamas, al imponerle la alta condecoración.
Conmueve leer esta obra, cuya primera parte fue publicada en 1977 (Éditions Ouvrières) con el título Los caminos del tiempo. Revisada y corregida por la autora, se le suma otro texto, de carácter meditativo, De las tinieblas a la alegría. El libro se titula Quatre petits bouts de pain, que me hace recordar la canción dedicada por G. Brassens a la persona de la Auvernia
“qui sans façons / m’as donné quatre bouts de bois/quand dans ma vie il faisait froid”.
A punto de perecer, a la joven húngara (17 años) una moribunda le entrega en Birkeneau cuatro mendrugos de pan mohoso, rogándole los coma y viva para testimoniar sobre lo que allí ocurría. Alguien le dona, en aquel inmundo tren de ganado, camino de los hornos crematorios, una rodaja de salchichas. Nunca pudo saber quién derramó aquel chorrito de agua en su garganta sedienta, alejando así la sombra de una muerte segura. Sí reconoce que fue un tremendo guardián quien, jugándose el cuello, le proporcionó el par de zapatos con que sustituir los que le birló una compañera y sin los cuales habría perecido indefectiblemente. Son algunos rasgos de bondad, entre otros narrados por la autora en aquellos lugares terribles, que la harían seguir manteniendo, pese a todo, la fe en la especie humana.
El libro, calificado por Éliette Abécassis en Le Monde como “luminoso, lleno de vida y esperanza”, va surgiendo de la memoria de Hollande-Lafon según las asociaciones que las leyes de tan dúctil facultad dictan, sin seguir un discurso lineal. Sus textos, fragmentarios, de enorme carga lírica, sugieren más bien la prosa poética, cuando no el verso puro y duro. Lleva un preliminar suscrito por Anne-Sophie Jouanneau y Jean Mouttapa. Nathalie Caillibot y Régis Cadiet adjuntan una amplia biografía de la autora. Laura Salas Rodríguez lo ha vertido a un castellano sin mácula.
Magda Hollander-Lafon, Cuatro mendrugos de pan. Cáceres, Periférica, 2017.