“!Qué sublimidad para el mal tiene el jesuitismo!”, leemos en La araña negra, célebre novela de Blasco Ibáñez. No menos crítica contra la Compañía de Jesús será otra novela española algo posterior, A. M. D. G., de Ramón Pérez de Ayala. Si bien en las letras castellanas hay textos anteriores de rotundo cariz antijesuítico, como el famoso Diccionario crítico burlesco de Bartolomé José Gallardo (en realidad, un epígono del Dictionnaire philosophique de Voltaire), tan perseguido por la Inquisición.
Menos agresiva contra la orden religiosa fundada por S. Ignacio se muestra la obra de Agustín Muñoz Sanz, aunque tampoco aquí los jesuitas salgan especialmente bien parados. “Los nuestros son como caballos ligeros, que han de estar siempre a punto para acudir a los rebatos de los enemigos para acometer y retirarse y andar siempre escaramuceando de una parte a otra. Y para esto es necesario que seamos libres y desocupados de cargos y oficios que obliguen a estar siempre quedos”, escribió el antiguo guerrero vasconavarro, que nunca abandonó la fraseología militar. El novelista extremeño recurre a otra alegoría para designar a los de la Compañía de Jesús: los ve como los veloces galgos del Papa, que se esfuerzan denodadamente por allegar al sumo Pontífice las “liebres” más valiosas, aunque en ocasiones se comporten entre sí cual feroces mastines. (“Al final del año, corre más un mastín que un galgo”, enseña el refrán español, aquí varias veces repetido).
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Se sitúa la narración en el decenio último del XVI. El mundo católico (escindida Europa por la Reforma protestante) tiene dos supremos líderes: el rey español, Felipe II, y el Pontífice romano, Clemente VIII. En la penumbra, dos instituciones aspiran igualmente a controlar los hilos del poder: la Inquisición hispanorromana, que dirige por entonces Quiroga, el cardenal de Toledo, y la propia Compañía de Jesús, bajo el mando de Acquaviva, “el papa negro”. Todos son recias personalidades. Podrían entenderse bien y combinar de manera armónica sus intereses, pero los prejuicios, orgullo y acaso la deficiente información lo dificultan. A las contradicciones internas de dichas entidades se suman otros factores que inducen disturbios: el expansionismo luterano-calvinista, la amenaza turca, las exigencias de un Nuevo Mundo que evangelizar, los enigmas de China y Japón o el cansancio mismo de tantas tensiones.
La novela narra la actuación de bien definidos personajes que a final de la centuria concurren en Roma para defender tesis, proyectos políticos y programas religiosos acordes con la institución a la que sirven: el trono, la tiara, el sacro Tribuna y la orden jesuita. El relato es absolutamente fiel a la veracidad histórica, producto del serio trabajo de documentación que el novelista hubo de asumir. Las licencias literarias del texto se sitúan en el lenguaje, compuesto con indeclinable voluntad de estilo, con una prosa de extraordinaria pulcritud y sin apenas decaimientos.
El núcleo del relato se centra en torno a la organización de la V Congregación General de la Compañía, órgano supremo de los Jesuitas. La demandan unos, sobre todo los de la provincia de España, entre los que sobresalen los ”memorialistas”, empeñados en reformar la Orden y conseguir mayor independencia frente al procurador general. Éste se opone y, forzado al fin, intenta manipularla. El sumo Pontífice, el rey lusoportugués y la Inquisición quieren estar al tanto de los acontecimientos, sin renunciar a influir en los mismos. Ahí darán sus respectivas batallas otros personajes que también brillan en estas páginas: José de Acosta, el conocido etnógrafo; el cardenal Francisco de Toledo, jesuita como éste y el historiador Pedro de Ribadeneyra, sin olvidar al mismo Greco, cuyo gran cuadro, El entierro del conde de Orgaz, es presentado como una composición alegórica de aquella coyuntura histórica.
En resumen, un texto brillante, una novela histórica bien construida, un libro sobre la condición humana allende las adscripciones religiosas.
Agustín Muñoz Sanz, Los galgos del Papa. Badajoz, Tecnigraf/Periódico HOY, 2017