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Manuel Pecellín

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BENITO ACOSTA

 

Situándose con su habitual punto de ironía frente a la llamada “corriente de la experiencia”, Caballero Bonald, uno de los mayores poetas contemporáneos, escribe: “La memoria es el factor desencadenante, la materia prima de todo acto creador… La experiencia del lenguaje, reelaborado en la memoria, siempre es una consecuencia de la experiencia vivida”.  El impacto de la propia realidad vital, convertida en motivación literaria, distingue la escritura del poeta andaluz. Lo expone inteligentemente María José Flores Requejo, que tanto sabe, en su recién aparecido ensayo Poética y memoria: Entreguerras o de la naturaleza de las cosas, de José Caballero Bonald (Sevilla, Alfar, 2018), volumen publicado merced a la contribución de la Universidad de L´ Aquila, donde la poetisa de Burguillo del Cerro funge cátedra de Literatura española.

Pues bien, lo vivido durante los meses últimos entre hospitales y tanatorios inspira el nuevo poemario de Benito Acosta (Zalamea de la Serena, 1937), polifacético escritor por cuyas obras nunca he ocultado mi profundo aprecio. Por lo demás, este poeta, ensayista, teólogo y músico, afincado en Málaga, de permanente buen humor, capaz de traducir textos neotestamentarios con la misma ingeniosidad que los comenta (es discípulo fiel del gran José María González Ruiz), se condujo siempre según la máxima que adoptase en su juventud: la opción por los más pobres. Yo he visto cómo en la cocina de su sencillo hogar malagueño, de puertas abiertas, hervían permanentemente tres grandes ollas con comida para cuantos pasaban por allí a la búsqueda de un plato caliente, tal vez el único que esa jornada iban a consumir. , en cuya memoria n íntimo de Antonio González-Haba Barrantes y Juan Luengo García, sacerdotes como él, ya fallecidos, cada año regresa a Badajoz para revivir, junto a otros que aún aguantan los tirones de la sangre, antiguas añoranzas.

Benito Acosta ha estado dos veces en la UVI y ha tenido que despedir a tres hermanos muertos recientemente. Sobre ambas hospitalizaciones y los definitivos desgarros nos dicen estos poemas.  Heterogéneos desde el punto de vista formal, constituyen un bloc lírico en el que alternan composiciones de amplio aliento y métrica libre, con sonetos de endecasílabos blancos y otras entregas de versos suavemente asonantados. En ocasiones, la memoria se desliza hacia territorios comunes a los desaparecidos, la Zalamea de la infancia feliz (pese a las terribles condiciones socioambientales), cuando ardía el sol de Extremadura, en tanto Yagüe incendiaba el coso de Badajoz (págs. 32-33) y una simple silla de enea era el periscopio de las labores hogareñas (pág. 56).

Pero, según se dijo, la voz de quien se dice graduado en Tautología por la Universidad del pueblo llano, aparece ungida por inquietudes y dolores actuales. Los declara sin  pudor e incluso busca cómplices junto a quienes conllevar angustias. Así lo hace en ese “Tríptico de la noche”, que dedica a Antonio Maqueda, joven párroco pacense, el poema más extenso, una dolorida apelación al Inefable desde su apertura: “La voz se me adolece de ir descalza/sobre la brasa ardiente de tu nombre” (pág, 58).  Leído tras la “Carta a Edmundo de Nigeria”, donde surge explícita la memoria de Mario Benedetti, se constituye en epicentro de este “Arte de amar” que Benito Acosta, en cuya memoria no habita el olvido, sustenta ejemplarmente.

 

Benito Acosta, Habitada soledad. Benalmádena, EDA libros, 2018

 

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