Benito Acosta García-Quintana (Zalamea de la Serena, 1937) es seguramente el escritor extremeño vivo más fecundo y también figura entre los de mayor calidad en los dos géneros que trabaja: el ensayo teológico-escriturario y la poesía. De sus poemarios (una larga treintena) cabe recordar títulos como Lecciones de cosas (1987), Tránsito (1990), Cántico rodado (1991), Oráculos para días inciertos (1992), Cosmografía provisional (1998), Sonetos corporales (1999), Itinerario (2000), Estado de vigilia (2000) Costumbre de vivir (2003), Humano tiempo (2006), Así me sale la voz (2008), Hora sobre hora (2011), Aurora di Cadore (2012), Habitada soledad (2018) o su entrega última antes de la que aquí se presentamos, Huerto cerrado (2019), explícitamente enmarcada en Extremadura.
Profesión de luz es un reportaje sentimental de Málaga, donde el autor reside desde hace ya medio siglo, aunque sin olvidar sus raíces extremeñas. Baste señalar a dos de los tres a quienes está dedicada la obra: José Antonio Zambrano, “poeta de exquisita sensibilidad”, y Manuel Pacheco, “voz y conciencia hambrienta de justicia, con quien tuve el honor de compartir mi primera lectura de poemas”.
Esa sed de justicia ha marcado al autor desde la juventud, mezcla entre Ezequiel y San Junta de la Cruz, y continúa hiriéndolo hasta hoy. Nutre el espíritu de sus versos, sin caer nunca en la proclama facilona, el grito estridente o las declamaciones hueras, porque tampoco ha renunciado jamás, como buen escritor, al compromiso con el lenguaje.
La parte primera de la obra es “Deambulatorio”, que abre un poema significativo, “La caja de las palabras”, homenaje a Juan Ramón Jiménez en la pasión por requerir el nombre exacto de las cosas. Lo que no le distraerá de referir en los siguientes cuanto acontece en la rúa (Antonio Machado), solidario irremediable con las lágrimas ajenas: una mujer desamparada, la muchachita del supermercado, el ciego de los cupones, el emigrante sin cuna, ese niño pobre que llora indefenso en un rincón, en fin los “protagonistas ocultos” reivindicados por Bertold Brecht. Acosta los trae a colación en poemas de muy diferente estructura: versos blancos y libres, sonetos clásicos o rupturistas, coplas, etc., no sin recordar a veces momentos de la propia infancia pueblerina, un mundo aquel signado por las mayores carencias.
La parte segunda, homenaje a sus difuntos, abre con la conocida interpelación de I Corintios, “¿Dónde está, muerte, tu victoria?”, para pasar de inmediato a un texto muy anterior, la tablilla en que Gilgamesh ( 2º milenio antes de Cristo) entona elegía ante Enkidu, el amigo muerto. La paráfrasis elegíaca, especie de entreacto o interludio, resulta conmovedora. Rebajan el tono las apelaciones al carnaval en boca de la joven que venga ultrajes.
Las “Obervaciones sobre los pronombres personales” inauguran donosamente la parte tercera y última. Porque también hay espectáculos callejeros alegres, músicos y danzarines indómitos, practicantes de taichí en el parque público, personas tan signadas por la ternura radical como el querido Juan Leiva o La Nati, una “madre de todas las angustias”. Va cerrando con “La noticia de hoy”, tal vez el poema más rotundo del libro, conmovedor homenaje a Nelson Mandela (“todos somos hijos de África” proclama uno de sus versos), para concluir con el que proporciona el título, “Profesión de luz”, reafirmación de que todavía es posible la esperanza.
Benito Acosa, Profesión de luz. Málaga, Camino de la Desviación, 2019.